El bar Can Salat mantiene la esencia de tasca de caña y bocadillo proletario. Un oasis de buenos precios y comida popular sin adornos en la calle del Temple, en el corazón de sa Calatrava en Palma. Que la gentrificación no se haya llevado por delante este establecimiento de 1900 es un milagro. “Hace un mes se vendió el último piso de la finca a un extranjero”, cuenta Gabriel Sabater Capó, jubilado hace cinco años pero aún vinculado al bar. “Lo están llevando mi mujer y mi hijo, yo hago la compra y ayudo con la contabilidad y el papeleo”, confiesa la voz de su memoria en este sector de Ciutat adherido a Dalt Murada, donde los precios de los alquileres alcanzan los 2.200 euros por un piso de 100 metros cuadrados. 

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Bar Can Salat en Palma Bernardo Arzayus

Forn de sa Pelleteria

“De locales de toda la vida, somos los últimos que quedamos”, musita, mientras suspira ante el recuerdo de su amigo Miquel del Forn de sa Pelleteria, a quien le compraba las ensaimadas. Estas calles, llenas de historia, patrimonio y escasos residentes mallorquines, esconden una tranquilidad inquietante que se ve interrumpida por alguna obra. No somos pocos los que vamos por el casco histórico supervisando los carteles de las licencias, tratando de pronosticar por el nombre del promotor el futuro del edificio. Durante el paseo calatraver, se intuyen pisos vacíos. De vez en cuando, cruza la acera algún extranjero. Aún es abril. La vida la insuflan los escolares y profesores de Montesión y el colegio de Sant Francesc o los funcionarios de Palma Activa. El día que estas escuelas históricas – depositarias de una tradición educativa y cultural europea que se extingue- se trasladen a la periferia y sus edificios se conviertan en hoteles boutique o proyectos similares, se apagará uno de los últimos sonidos urbanos del barrio de sa Calatrava: el griterío de la chavalada cuando suena el timbre que pone fin a las clases. 

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FOTOS | Así es el bar Can Salat, en sa Calatrava en Palma

Barrio chino

Es difícil rastrear la historia de este establecimiento que antes fue bodega en el distrito que acogió talleres de curtidores de piel y conformó junto a sa Gerreria parte del barrio chino de Ciutat. La primera licencia como bar data de 1900. “Nosotros lo cogimos en 1976. Yo tenía 23 años. Me dedicaba a repartir garrafas de herbes dolces y palo. Mi jefe me comentó que se traspasaba y lo cogí. Lo llevaba un matrimonio -Antonia y Paco- que se cansaron y se fueron de posaderos a casa de un extranjero”, relata Gabriel. Tras siete años despachando en la barra, adquirió el local. “Los dos primeros años fueron tranquilos, pero la heroína se instaló en estas calles y se expandió como una epidemia”. La degradación corroía por dentro las edificaciones y las callejuelas se convirtieron en un Vietnam de la delincuencia. Los residentes que pudieron mejorar su situación económica se trasladaron a otras zonas de la ciudad. “Se produjo una ola de inmigración, mucha de etnia gitana”, explica el antropólogo Jaume Franquesa en la publicación Sa Calatrava Mon Amour

“El barrio se llenó de jeringuillas y mangantes. Me atracaron y me entraron a robar en el bar en diversas ocasiones”, cuenta. “Llegaron a hacer un butrón en la casa vecina, donde estaba Almendras Capó, para acceder. Se llevaron el dinero de las tragaperras y una bolsa donde tenía en monedas un total de diez mil pesetas”, evoca. Fueron años de destrozos en el establecimiento. “También tuvimos que echar abajo una puerta de los baños porque un yonqui se metió dentro para drogarse. Cuando la abrimos lo encontramos con la jeringuilla colgando del brazo y un chorro de sangre”.

El padre de Gabriel Sabater ya era un empresario del ocio y la restauración muy conocido en Palma, Antoni Sabater, “conocido como Antoni Fava”: “Llevaba Casa Vallés, en la entrada de la calle Socors, donde se hacían espectáculos de todo tipo. Yo iba muchas noches. También tenía el restaurante Cocodrilo, el bar La Torre, el Flamingo en Gomila o S’Escar”, para todo tipo de noctámbulos en busca de emociones.

Gabriel hubo de hacerse cargo muy joven de toda la familia por la temprana muerte de su progenitor. “Nos dejó con 59 años y muchas deudas, se lo jugó todo a las cartas, hasta el piso donde vivía mi madre quedó embargado”, narra. “No me quedó más remedio que aguantar en el barrio y en el bar”, agrega a su calvario. “Me metían las jeringuillas por el respiradero del baño y tuve que quitar de encima del mostrador las cucharillas del café con leche porque me las quitaban para ir a pincharse”. 

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Plan Especial de Reforma Interior y el alquiler turístico

La época más dura pasó y llegó un cambio en el barrio en 1998, con el Plan Especial de Reforma Interior. A la inversión pública le siguió la entrada de capital privado en las expropiaciones. La tormenta perfecta. De las clases populares se pasó a otro tipo de vecindario, un proceso de aburguesamiento que lo cambió todo. Lo que pretendía ser una gran mejora, empezaba a exhibir sus sombras. Fue un gran negocio inmobiliario. Las plataformas de alquiler turístico aceleraron la transformación a lo bestia en sa Calatrava. Incluso las VPO de la zona se reconvirtieron en pisos para hacer negocio. “Todo empezó con los nuevos juzgados. La zona la frecuentaron jueces, abogados y policías. Ahora los nuevos vecinos son extranjeros. En esta finca hay dos propietarios alemanes y dos suecos”, expone Gabriel, testigo y notario de estas transformaciones en el paisaje y paisanaje calatraver.

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A los clientes de siempre “que no hemos perdido” se les suman los nuevos residentes, “que siempre me hacen muchas preguntas. Por ejemplo, tengo un teléfono muy viejo de seis números. Yo les digo ‘Only to call Bush’”, ríe. “Si quieres gente conocida, apunta en la libreta a María Salom, que venía cada mañana a hacer el café cuando vivía en el chaflán. Radio Popular quedaba aquí atrás, por eso venían todos los locutores. Y también algunos de los personajes que entrevistaban: recuerdo a Joaquín Prat o unos rockeros, Héroes…”, vacila. “Héroes del silencio, esos”, afirma contundente.

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Bar de alzacuellos

La mujer de Gabriel, María Dolores Maestre, también era clienta de Can Salat. “Yo tenía 23 años y ella 16, trabajaba en la tienda de papeles pintados de enfrente. Venía a hacerse el café con leche cada día. Era guapísima. Me dio dos plantones, pero al final conseguí que saliera conmigo”. Esta taberna con barra de madera también es bar de alzacuellos, la parada de los sacerdotes y otros cargos eclesiásticos que están en la cercana Casa de la Iglesia. También es la cantina de algunos vecinos modernos, aquellos modernos de Palma que lo fueron antes que todos los nuevos modernos de Palma. 

Con especial cariño, Gabriel recuerda a Fabio, un pintor vecino del barrio que venía en los últimos tiempos. “Vivía para la pintura, pero era depresivo. No lo he vuelto a ver más: se tiró por el balcón y se mató”. 

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Ampliar la terraza

La última reforma en Can Salat dejó un espacio de enjundia clásica, de bar de siempre. “Abajo hay una trampilla que conduce a un sótano, era una vivienda-refugio para tiempos de guerra. Ahora me gustaría ampliar la terraza, ya que Alberto Jarabo nos dijo que no. Justo delante del bar tengo cuatro mesitas de dos personas y nos gustaría poner tres más un poco más grandes en la plaza de delante, a ver si este nuevo gobierno del PP nos las concede”. 

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"Los mejores pepitos de Mallorca"

Can Salat, con el distintivo de emblemático, era local populoso los sábados y domingos. “Los obreros libraban y se sentaban sobre cajas de cerveza porque no tenía casi mesas ni sillas. Se jugaba a las cartas o al dominó. Cuando llegamos al negocio, solo se hacían bocadillos. Mi madre, que era buena cocinera, añadió el frit y los callos”. Con la reforma, “de hace siete u ocho años”, añadieron a la carta pa amb olis, tapas, platos combinados, albóngidas, espaguetis o canelones. “Pero el plato estrella son los pepitos, hacemos los mejores pepitos de Mallorca: lomo, queso, cebolla caramelizada y tomate”.

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