Cuando pasa la hora punta del desayuno, el Vista Alegre late al mismo ritmo que un bar de la part forana. Frecuencia cardiaca lenta, luz baja, platos por lavar en la barra después del fragor de la batalla. Todo el mundo bosteza con la boca cerrada. Es casi la hora de comer. Los parroquianos exponen sin vehemencia su postura sobre el caso Koldo antes de que Miquel Maimó eche la barrera. Aquí se habla de todo, de política también, pero siempre con aquello de que los mallorquines son reservados para sus cosas y rara vez confían un sentimiento.

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En este lugar sin ínfulas se aprovechan los minutos de sociabilidad, un bien preciado en tiempos de soledad. “Con la pandemia ya adoptamos este horario matutino (de 7 a 15 horas) y así nos hemos quedado: las tardes ya no abrimos”, explica el dueño del local cuya existencia se remonta a 1938 ó 39. “Es cuando se levantó la finca: en lo más alto, pusieron un cartel que ponía Villarosa. Esto ya era un bar y un estanco y se conocía como sa Punta”, cuenta. Este chaflán en el barrio de Bons Aires era el primer elemento constructivo que divisaban los payeses de los pueblos que se dirigían a la capital. “Era lo último construido de Palma”, certifica. “Justo aquí delante había un abrevadero para los animales”. Por la época de construcción, el inmueble oculta otro secreto que pocos conocen: “Aquí abajo hay un refugio antiaéreo que ahora mismo está lleno de escombros”.

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Así es el bar Vista Alegre, punta de lanza en el barrio de Bons Aires

Sollerics en el Eixample

Esta bella periferia que coincide con el Eixample Nord de la capital era frecuentada por sollerics. “Empezaron a comprar solares en Ciutat, eran propietarios de las fincas de esta zona, donde no había nada, solo campo”. Bons Aires era una continuidad de pequeñas propiedades sin explotar salpicadas de almendros, el mismo paisaje de Son Sardina.

El primer bar en el edificio Villarosa -lo que ahora es el Vista Alegre- lo regentó una viuda de guerra. “Su marido debió luchar con los nacionales y falleció en la contienda. Como recompensa por su entrega a la patria, a ella le dieron este espacio y la licencia. Era una práctica habitual pagar en dádivas la lealtad al régimen. Esta mujer luego dividió en dos el local y se quedó con el estanco. El bar lo traspasó a un señor de Maó”, relata Maimó.

Cuando el campo dejó de ser rentable

La familia del actual propietario irrumpe en la biografía del Vista Alegre en 1960. “Eran payeses de Llucmajor. Teníamos un huerto, pero cada día íbamos a menos. El campo ya no era rentable. Mi abuelo, que era muy culto pese a ser agricultor, era un payés ilustrado, vendió antes de que nos llegara la ruina”, cuenta. Por muy poco, antes de ponerse al frente del establecimiento de la calle 31 de diciembre, la familia de Maimó no se convirtió en la propietaria del bar Plata en la calle Argenteria. “Incluso dimos una señal por el negocio, pero el dueño se arrepintió en el último momento. Y por eso acabamos aquí, en el Vista Alegre”.

VÍDEO | Más que un bar normal: El bar Plata de Palma

VÍDEO | Más que un bar normal: El bar Plata de Palma

Los primeros meses para unos payeses en Ciutat no fueron fáciles. “No teníamos ni casa, fue una aventura. Fuimos a vivir al piso de la cuñada del abuelo. Tres meses después pudimos alquilar una planta baja a varios metros del bar”. La barrera se abría a las 5 de la mañana y no se bajaba hasta las 2 de la madrugada. Cuando aún el desarrollismo turístico estaba en pañales, hacían parada en el Vista Alegre trabajadores del puerto, taxistas, policías, caballistas, gente de los pueblos que subía a a la capital, empleados de la zona, vecinos y cuadrillas de toreros, diestros alojados en el cercano hotel Colón que copaban los carteles cuando la plaza de toros de Palma era entretenimiento de masas en una ciudad en blanco y negro [con sus excepciones], con el franquismo aún en el tuétano de la vida urbana. “El abuelo era de izquierdas, pero sabía que tenía que ser prudente frente a los caciques del pueblo. Era una excelente persona. Se arriesgó por un amigo, mestre Tomeu, al que los nacionales buscaban. Lo tuvo escondido en el pajar de casa durante meses, le salvó la vida”, evoca.

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Las últimas ensaimadas de can Llull

Las ensaimadas, de Can Llull

“Café y copa era lo típico, antes se bebía mucho alcohol. Para desayunar servíamos muchas ensaimadas, de Can Llull, que cerró. Hoy en día la gente viene por los llonguets. Jamás habíamos preparado tantos”, atestigua el tabernero. “El pan es de la panadería Fortí y el producto siempre es el mismo. Buscamos la fidelidad de la gente, les hacemos el bocadillo calentito, como se lo harían en su casa. Cada semana cortamos una media de cuatro jamones enteros y una pieza y cuarto de queso Coinga. Los tomates se los compro a un payés. Y ponemos tanto mimo que quien no nos conoce se pone nervioso porque tiene que esperar un poco. Y es que todo el mundo tiene prisa”, gruñe Maimó.

El Vista Alegre era antaño bar de domingueros. Los viernes se servían tapas. “Era el día de la semana que la gente cobraba y mi madre cocinaba riñoncitos, pescado frito o ensaladilla”. Como en casi todas las cantinas de Ciutat, la cocina fue la primera víctima de las estrictas normativas.

Bea y Teo

El encargado tiene dos motores de arranque: Beatriz Rojas y Teodoro. Ella, tras la barra. Él, un nervio en las mesas. “Somos como un negocio familiar pero sin consanguinidad. Yo no tengo hijos”.

El electrocardiograma del Vista Alegre se acelera entre las 9 y las 11. Beatriz es la sístole, Teo la diástole. Los clientes mastican el llonguet como si llevaran días en ayunas. Es lo mejor que se puede decir de un bar; eso y que tampoco ocurren grandes cosas.