La sección en la contraportada del periódico cumplía sus bodas de plata, conmemoradas a falta de mayor imaginación con el artículo tópico «25 años en este rincón». De mañana llegaba puntual el correo de Rafael Perera. «25 años compartidos contigo (aunque discrepantes bastantes veces, pero siempre con admiración). Enhorabuena, y enhorabuena anticipada por la fiesta de los ‘50 años en este rincón’, a la que excuso mi asistencia». Le contesté que «me atrevería a apostar a que tú tienes más probabilidad que yo de llegar a las bodas de oro», y no pretendía adularle sino reconocer su vitalidad agotadora, un apego feroz a la existencia impropio de un católico tan acentuado. «Voy a seguir a tope», era su mensaje cuando la existencia ya le enviaba señales de que no era una cadena perpetua. 

Supongo que Rafael Perera fue uno de mis mayores enemigos, en cuanto abogado de Gabriel Cañellas y Jaume Matas, pero en paralelo manteníamos una intensa y fructífera comunicación mediante el correo en papel o digital. No me interesaban tanto los secretos que desvelaba uno a uno, como el entusiasmo radical que siempre transmitía. Combatimos profesionalmente en trincheras opuestas de la corrupción sin perdernos nunca el respeto, con zancadillas porque la política es un deporte de contacto, pero lejos de la jauría mafiosa y de manifiesta mediocridad intelectual en que ha degenerado la supuesta justicia. Y si esta expresión les parece dura, queda muy por debajo de los descalificativos que el abogado penalista dedicaba en tiempos recientes a su ámbito profesional.

Nuestra relación se inicia hace casi sesenta años, pero por entonces solo yo sabía que Perera era el darling de los juzgados de Palma, el abogado que encauzaba las causas perdidas. Su pericia y su oratoria apenas igualaban a su irresistible talante seductor, imprescindible para sortear los clisés del franquismo. Enamoraba literalmente al funcionariado. El penalista representaba a falsificadores de fama mundial como Elmyr d’Hory o John Lennon, yo era un niño de ocho años a lo sumo. Con mi hermana todavía menor, nos movíamos por el palacio de la Audiencia como si fuera nuestra casa, sobrinos de la única secretaria judicial de aquellos tiempos. Y por supuesto asistíamos a jugosos juicios, allí fue donde colisioné por primera vez contra mi eterno némesis.

Se trataba de un asesinato, y el abogado ahora fallecido defendía al evidente asesino. Nos habíamos sentado discretamente en la última fila, y cuando la cosa se ponía interesante por la declaración del autor de la muerte violenta, Perera se dirigió al tribunal con su oratoria ciceroniana. «Señor presidente, antes de comenzar mi interrogatorio deseo advertir de la presencia de niños en la sala...» Fuimos evacuados con diligencia, nos dejó sin el postre de los detalles del crimen sangriento. Un shock inolvidable. Una vida entera en bandos enfrentados.

Las redacciones se inundarán por estas fechas de artículos que glosarán al jurista, pero no todos repararán en el paparazzi Perera, una vocación secreta que desempeñaba sin ningún rubor de acuerdo con la fascinación que la prensa ejerce sobre quienes nunca seremos periodistas. Por ejemplo, aquella noche cenábamos con Isabel Preysler, y también con Miguel Boyer aunque con el exministro en el lógico segundo plano. A la llegada de la diosa filipina, los fotógrafos se quedaban a las puertas excepto uno que aprovechaba su condición simultánea de invitado, para orbitar alrededor de la protagonista de la fiesta como una abeja con los zumbidos de su cámara. Las imágenes que Perera obtuvo durante la velada sirven de testimonio de una entrega a la mitomanía que su autor hubiera deseado profesionalizar.

Y cuando comenzaron las acusaciones de mujeres contra Plácido Domingo, el abogado me enviaba de inmediato su dictamen. «Desde la perspectiva estrictamente penal, pienso que el asunto tiene muy poco recorrido por el transcurso del tiempo, por la inconcreción de las ‘denuncias’, por la falta de pruebas de verdadero acoso y por los motivos bastardos que se intuyen». Y antes de ser acusados de abusar de la confianza de un fallecido, el informe jurídico finalizaba con la precisión de que «puedes citarme, si así te parece, como quieras. Siempre que lo hagas, claro está, con tu habitual ‘indiscreción’». Y sobre todo, adjuntaba un CD con sus valiosas fotos de paparazzi de la entrega al tenor de un premio en el hotel Formentor, junto a Leonor March, Mingote o Alfonso Ussía.

En los años en que la corrupción se persiguió en Mallorca, en lugar de protegerla con celo como ocurre hoy en día, probablemente le dediqué a Perera tantos improperios como Gerard Piqué al Real Madrid. Y dado que el abogado era demasiado educado, ya entonces debía pedir por mi alma. Sobre todo, seguía punteando mi trabajo con observaciones siempre atinadas, localizando «especialmente el último párrafo de tu artículo de hoy». Pese a defender con pericia a los corruptos mayoritariamente del PP, nunca participó de los boicots a este diario ordenados por los abundantes altos cargos indeseables de Balears. Al revés, era el primero en llegar a las conferencias y mesas redondas en el Club. Tampoco quiso involucrarse en acciones legales peregrinas contra periodistas, pero defendía impetuoso al obispo de turno en vibrantes cartas al director. 

Después de su paso por el Tribunal Superior como magistrado a instancias lógicamente del PP, me señalaba los desastres de la institución que nunca ha condenado a un alto cargo de la derecha. Basta con el resumen, «es mucho peor de lo que publicas, incluso de lo que imaginas». Lo sabía mejor que nadie, ante esa instancia coló con éxito el regalo de un jamón en Canarias como la argucia para defender la inexistencia de cohecho en el Túnel de Sóller. Por entonces se estaba produciendo una evolución en el pensamiento de Perera, que no podíamos advertir porque estábamos cegados por su vinculación casi genética con los conservadores.

El nuevo Perera, casi irreconocible, impartió doctrina desde decisiones tan precisas como irreverentes por inesperadas al frente del Consell Consultiu. De repente, combatía las cacicadas de un Govern afín. Estaba desesperado por el reaccionarismo creciente de su bando, fue un precursor al detectarlo. Sus argumentados bofetones jurídicos al PP asombraban a los propios socialistas, con frases tan definitivas como Vicenç Thomàs en «cualquier día nos pide el ingreso en el partido».

Y por encima de todos los rafaeles estaba el Perera estajanovista, trabajador infatigable que dicta artículos desde su lecho en el hospital. Se imponía un retiro en el campo los fines de semana, pero contaba que el sábado ya estaba de vuelta en el despacho para resolver asuntos y escapar de las angustias existenciales que suscita el dolce far niente. 

Le encantaba analizar casos en los que no estaba involucrado, véase la condena a Valtònyc. Aquí destacaba «la oportunidad de citar la sentencia de Ramón Montero Fernández-Cid sobre el incidente del Rey en Guernica, de la que nadie se acuerda, pero que si hubiera sido bien utilizada por los abogados del pobre rapero, ‘otro gallo hubiera cantado’, seguro».

Nadie piensa en la extinción de una relación que se remonta a la primera infancia, y agradezco al hipotético lector que me haya permitido rescatarla. Ya no habrá más apoyos desde la retaguardia, imprescindibles para subsistir en una sociedad cobarde, donde solo los ancianos de la tribu mantienen la gallardía en contra de sus intereses de confesar que «me ha encantado tu análisis sobre Penalva (y Samantha) con el final ‘Negro, por tanto’». Envenenado del Derecho y del periodismo radical de los paparazzi, el último abogado clásico nos contagió sus pasiones tóxicas. Ha muerto Rafael Perera, no deja herederos jurídicos, no tendrían ningún sentido en la Mallorca actual.

31

Consternación por la muerte Rafael Perera: Las fotos de toda una vida dedicada a la abogacía en Mallorca Diario de Mallorca