Ni el mujahidín era un príncipe de ojos verdes, ni la vivienda un chalé entre palmeras junto al Eúfrates. El paraíso que el autodenominado Estado Islámico prometía hace siete años a las mujeres que quisieran ir a apoyar la guerra del integrismo en Siria e Irak fue primero una vida de sobresaltos en chamizos, y se ha transformado después en una huida por el desierto, campos de concentración en áridas planicies o una durísima viudedad.
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Los caladeros de la yihad (VI)