Son las 6.30 horas en la estación de Inca. Hay menos gente que en un andén de película del Oeste. Un trabajador con chaleco reflectante echa una cabezada en el interior del edificio y un joven madrugador ha entrado con su patinete para dirigirse a la zona de vías. No pasa nada, sólo el abatimiento matutino del trabajador, acaso más llevadero por el olor dulce de la vecina fábrica de Quely. En cinco minutos llega a la estación un grupo de mujeres y más hombres con chalecos reflectantes. Son peones de la construcción. Nadie habla. Caras de sueño frente a las pantallas de móvil. Son las 6.45, las 6.46, las 6.47... Y se escucha el tren: de repente, los pasajeros se multiplican como panes y peces.

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Colapso en el tren de Mallorca DM