"Es un preso que no da problemas. A los funcionarios les habla con un respeto casi marcial, exageradamente artificial. Menos cuando le niegan algo porque no tiene derecho o le llevan la contraria. Entonces, los atraviesa con la mirada y en ocasiones tiene alguna pérdida de control". Lo relata una fuente del interior de la prisión que, por razones obvias, demanda anonimato.

Habla del presunto asesino en serie Jorge Ignacio P. J., al que califica de "pelota y servicial con los funcionarios, pero es un tipo frío y calculador. Si les das coba, empieza con su verborrea a contarle a todo funcionario que le quiera escuchar que él es inocente". Sin saberlo, está describiendo exactamente el mismo comportamiento que Jorge Ignacio P. J. ha tenido en la sala Tirant lo Blanch I de la Ciudad de la Justicia de València, que ha albergado las 22 sesiones de juicio con jurado.

Durante la vista oral, mostró esa misma actitud sumisa, incluso impostadamente servil, con la magistrada –"sí, señoría", "con gusto, señoría" o "con la venia, señoría" han sido expresiones suyas habituales en la vista, utilizando incluso jerga judicial– y con los miembros del jurado, a quienes incluso se ha dirigido con condescendencia.

Sin embargo, las miradas penetrantes, los aspavientos, los gestos de ira han aflorado cada vez que alguien, testigo o perito, ha expuesto una realidad que le perjudicaba. Y especiales gestos de odio le ha dedicado, por ejemplo, a una de las letradas de la acusación particular, Isabel Carricondo, a quien incluso llegó a retar con un "¡qué!2, acompañado de un gesto con los brazos y la cabeza y una mirada torva en un momento en que le cruzó la mirada estando ambos sentados en los estrados.

Esa capacidad de adaptación camaleónica en busca de su propio beneficio es uno de los rasgos más básicos del psicópata. Por eso suelen llevar sin tropiezos sus condenas, porque no alteran el día a día en las prisiones.

Pánico a la más mínima agresión

Jorge Ignacio P. J., que llegó a la cárcel de Picassent desde la de Albocàsser a finales de mayo para poder ser llevado cada día al juicio, continúa refugiado tras invocar el artículo 75.2 del reglamento penitenciario en agosto del año pasado, cuando logró su traslado a la cárcel de Castelló alegando que dos internos de su módulo le habían "pegado", tal como adelantó en exclusiva Levante-Emv. Ni siquiera precisó atención médica. A ese módulo había llegado después de que vejara y humillara a su compañero de celda, un preso de avanzada edad al que trataba de manera tiránica porque no necesitaba nada de él.

Desde el momento en que pisó el suelo de la cárcel, ha estado temeroso de que le pegaran. Y lo ha utilizado una y otra vez –incluso con acusaciones falsas– hasta que logró el estatus de refugiado, que mantiene en Castellón y que está teniendo durante todo el juicio.

Por ello, vive en el módulo 11, el de aislamiento. Aunque tiene derecho a dos salidas diarias al patio, se niega. Se queda dentro, haciendo ejercicio detrás de la puerta de acero. Cada mañana, lleva más de media hora preparado, aseado, peinado y con ropa limpia cuando pasan a recogerlo como al resto de reclusos que deben ser conducidos a algún trámite judicial o a un juicio. "Hecho un pincel", lo describe un recluso. "Se disfraza. Actúa como un soldado", analiza otro. No desayuna. Va directo al autobús de la Guardia Civil que lleva a los internos a la Ciudad de la Justicia.

Cuando llega del juicio, con exactamente el mismo semblante con el que se ha ido por la mañana, recoge la bandeja con la comida en la puerta, entra en la celda, se quita la ropa y se viste de ‘preso’: camiseta de tirantes y pantalón corto de deporte o bañador. Solo sale para hacer una o dos llamadas por teléfono. Suele hacerlo en cuanto se cambia, unos 10 o 15 minutos después de llegar de la Ciudad de la Justicia. ¿A quién llama? A su madre y a su abogada, que se sepa. Y se asegura de que no haya absolutamente nadie al menos a 10 metros a su alrededor. ¿Miedo físico? ¿Temor a ser escuchado?

Nunca ha recibido visitas. Tampoco ahora. Todo por teléfono. La madre es quien le está enviando dinero, 50 euros al mes. Lo gasta en el economato en embutido, patatas fritas y productos de higiene personal, sobre todo, desodorante. Nunca ha invitado a nadie y nadie lo han invitado a él. Es habitual que los presos lo hagan. Con él, no. Se mantiene alejado de ellos y no busca la interacción. No le sirven para sus propósitos. Ni siquiera le dirigen la palabra a través del pasillo porque no saben ni quien es.

Lo que sí busca, "de manera obsesiva", es la televisión, pero solo desde que está siendo juzgado. No se despega de la pantalla –tiene una en su celda– y no se pierde ni un solo programa, ni una tertulia ni una noticia en la que se hable de él, de lo que ha sucedido en el juicio y de qué va a pasar. Por lo demás, no lee ni hace actividad alguna. Tan plano como sus emociones, que no ha manifestado ni un día, ni cuando declaró la madre de Marta en el juicio arrastrando al llanto a la sala completa, ni cuando lo hizo él mismo, fingiendo un sollozo que sonó a hueco, que no pasó del gimoteo y que no le generó ni media lágrima.