"Mi padre vive en las montañas, en Italia, y nos tiene envidia, dice que a él le va bien, que tiene dos casas, pero no tiene un pueblo como tenemos nosotros". Tibor Strausz tiene 47 años, figura quijotesca y unos ojos claros que parecen más grandes aún por esa frente ancha que da paso a una coleta que empieza a teñirse de canas. Bromea mientras se sube ágilmente al remolque al que la familia está subiendo 35 paneles solares que un camión acaba de traer desde Eslovenia hasta aquí, al que podría ser uno de esos 'fines del mundo' de la España vaciada.

Estamos en Bárcena de Bureba (Burgos), un pequeño pueblo a 27 kilómetros de Briviesca al que se accede desde Abajas, otra minúscula aldea, por una carretera comarcal no mala del todo que serpentea entre árboles y laderas de color terrizo. En Abajas están empadronadas ocho personas, aunque en verano se juntan "unas 25". En Bárcena, a tres kilómetros, sin embargo, no hay ningún vecino desde hace mucho ya, la tira, 40 años lo menos, cuando la aldea perdió a sus últimos habitantes, condenada al olvido, entre otras cosas, por no tener electricidad.

Una de las calles del pueblo abandonado Bárcena de Bureba, en Burgos. Alba Vigaray

El pueblo se alza sobre dos lomas rodeadas de olmos, enebros, encinas y nogales que están separadas por una suerte de pequeña hondonada por la que cuando llueve mucho se desliza un torrente de agua. Es como si fuera el barrio de arriba y el de abajo. “Cuando llegamos por primera vez nos sorprendió que pasaba mucha agua por el arroyo; me esperaba mucha menos”, revela Maaike Geurts, la mujer de Tibor, de 45 años, mientras atravesamos el puente medieval, que un riachuelo cruza por debajo, camino de vuelta al pueblo. Su pueblo, en verdad, en el sentido literal.

En los periódicos

Hace unos meses la historia de este matrimonio saltó a los periódicos de nuestro país y del suyo, Holanda, donde llegaron a salir en la televisión. Analista de datos y programador, residentes en Ámsterdam, se convirtieron en noticia tras comprar el despoblado de Bárcena de Bureba por cerca de 350.000 euros, bastante por debajo del anuncio que salió publicado en Idealista y luego en el portal de Aldeas Abandonadas, especializado en venta de fincas rústicas. 

Maaike Geurts, junto a una de sus dos hijas, frente a la casa que quieren que sea la suya propia. Alba Vigaray

Todo empezó hace dos años, “después de ver un documental sobre desertificación en España y ver cómo se vivía en determinadas zonas. Nos pareció muy interesante plantearnos venir a vivir”, cuenta Maaike, seguida de sus dos hijas, Trisa y Riva, de nueve y siete años, que llevan orejeras y la ropa llena de huellas de lo bien que se lo están pasando, o lo que es lo mismo, de barro. “Estuvimos viendo cosas en País Vasco, en La Rioja... Queríamos sierra y cuando vinimos nos gustó mucho esto, las montañas, el color anaranjado de la arcilla”, cuenta la mujer en un recorrido por el pueblo, donde las hierbas y la hiedra han ido colonizando los caminos y las paredes de las casas. 

Compraron el pueblo, o la gran mayoría de él, a Marcelino Ruiz, su anterior propietario, un paisano de la zona. Por pueblo entendemos unas 65 construcciones de piedra sillar, semiderruidas -tres mantienen a duras penas parte de su tejado- o derruidas del todo, y seis hectáreas cultivables que lo rodean. Una de las claves de que vinieran aquí fue precisamente eso, que tuviera terreno para plantar. Y es que su objetivo es crear un bosque de alimentos con gran variedad de especies de plantas y árboles que den frutos o sean comestibles, convirtiendo Bárcena en una ecoaldea que sea un “ejemplo” de biodiversidad que muestren que se pueden “hacer las cosas de otra manera”. 

La pasada semana un camión procedente de Eslovenia les trajo placas solares con la que obtendrán la energía, ya que no hay electricidad. Alba Vigaray

Bosque frutal

“Creemos que es una solución para los problemas que tenemos ahora con el suelo; está agotado ya que no hay materiales orgánicos y todo el dióxido de carbono del terreno está desapareciendo. Por eso el suelo retiene menos agua, lo que causa la sequía”, reza el panel que han colocado en la fachada de una de las casas de entrada a Bárcena para explicar su proyecto, Arbdol, que mezcla la palabra castellana “árbol” y “tierra” en holandés y que han bautizado como “Una historia regenerativa”.

“Es que parte del objetivo es inspirar a la gente. Queremos tener un bosque frutal autosuficiente; no sabemos si totalmente autosuficiente, pero es algo que queremos enseñar, y demostrar, que se puede vivir de un bosque frutal”, insiste Maaike, que recuerda que están abiertos a voluntarios que quieran venir a ayudar y se queden aquí a vivir: “Queremos que venga gente a ayudarnos. Ya hay gente en Holanda que nos ha dicho que estaría interesada en venir; a mucha gente le gusta trabajar con sus manos”.  

El padre de Maaike, Gerard, siega una finca del pueblo. Alba Vigaray

La familia, a la que se han sumado en este viaje los padres de Maaike, Gerard y Han, llevan unos días en Bureba -en total estarán 15- poniendo en marcha los cimientos de su proyecto. Por las noches duermen en la cercana Briviesca y los días se los pasan trabajando en el pueblo: segando, limpiando, planeando qué puede ir en cada una de las casas... “Nuestro plan es poder venir a vivir aquí en el verano de 2025, instalándonos primero en Briviesca”.

Placas solares

En un enorme contenedor metálico en el extremo sur del pueblo guardan los elementos “para ser autosuficientes”: las placas solares que acaban de llegar, las baterías de energía inteligentes -se autoregulan según la previsión climatológica- y los aparatos potabilizadores del agua que cogerán del río, algo para lo que tienen permiso ya. Al llegar al pueblo pillamos a Maaike comiendo un bol de yogur con frutos rojos mientras su padre está segando una finca cercana con una máquina. En uno de los laterales del container se reparten docenas de plantones de paulonia, el que llaman “árbol del futuro”, caracterizado por su gran tamaño y rápido crecimiento. Su madera es resistente y ligera. “En poco tiempo tendremos mucha madera”, explica la pareja, cuyo proyecto de energía sostenible está siendo monitorizado y cuenta con la ayuda de una universidad holandesa. 

Maaike, junto a su 'vecino', Carlos, con el que hay muy buenas sinergias. Alba Vigaray

Siempre que el trabajo se lo permite, Maaike y Tibor vienen desde Holanda para seguir poniendo granitos de arena en su proyecto. “Hasta ahora estamos muy contentos, a nosotros siempre nos gustó la naturaleza, pero vamos paso a paso; un bosque frutal lleva tiempo”, confiesan ambos, que empiezan a acostumbrarse al ritmo español, donde no todo se rige por la estricta formalidad holandesa que “hace que la gente esté mucho más estresada allí que aquí”. “Hay arquitectos que planean todo, dónde van las ventanas, las puertas... pero nosotros estamos yendo un poco a lo español, empezamos y ya está, ‘vamos a por ello’”, añade Tibor mientras sus hijas juegan con un rodillo de pintar.

Le cuesta a las pequeñas soltarse antes los extraños, pero no les da miedo adentrarse entre las casas. En un paseo por entre las ruinas se alternan yendo por delante y por detrás de su madre. En muchas de las paredes de las viviendas hay grafitis, aunque de lo que más llamó la atención a Maaike cuando vino por primera vez fueron dos cosas. “Que haya latas de cerveza vacías tiradas en las casas” y “que se llevaran todo, que no dejaran nada dentro de las casas, ni los marcos de las puertas”.

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