Se puede sudar sumergido en el agua. Si no físicamente, se puede sudar psicológicamente ante los cuernos de una mina submarina o el morro de una bomba de aviación dormida bajo el mar.

Cuando se llega hasta el vestigio de una guerra pasada sabiendo del peligro que encierra su cáscara de metal oxidado, “algo sí que se suda”, ironiza Juan Pedro Saura, cartagenero de 49 años, de profesión buzo desactivador de explosivos.

El teniente de navío Saura, segundo jefe de la Unidad de Buceo de Medidas Contra Minas (UBMCM) que la Armada tiene basada en Cartagena, pertenece a un reducido grupo de enrolados en una batalla submarina inacabable. Se libra contra armas de hace casi un siglo que acechan hoy en el fondo del mar, y también contra bengalas y otros explosivos modernos que también arrastran las corrientes.

Los buzos TEDAX de la Armada han pasado ya de las 325 actuaciones anotadas desde 2006, y han extraído, neutralizado o detonado en ese periodo más de 600 artefactos explosivos de todo tipo. Los hallazgos más cuantiosos se dan en el Mediterráneo, el mar español más peligroso en esta materia, seguido de una porción de Atlántico en la bahía de Cádiz.

El patio de las bombas

“En un patio, cuando hay viento se amontonan las hojas en un rincón. Y el Mediterráneo es como un patio”, explica el buzo antiminas y teniente de navío Rafael Carreño, jefe de Operaciones de la unidad de Cartagena. Tempestades y corrientes arrinconan proyectiles de aviación de la Guerra Civil y minas de orinque de la II Guerra Mundial, que en su día flotaban ancladas a media profundidad, colocadas por los alemanes para impedir el acceso al puerto de Marsella.

Las tormentas del invierno dejan cosecha cada primavera, que aflora en verano, cuando hay más pescadores deportivos que puedan ver un objeto extraño y avisar. En el Mediterráneo occidental, el rincón de las bombas perdidas lo forman los golfos de León y Roses, el cabo de Creus y las islas Baleares. Pero también aparecen explosivos, por ejemplo, ante Barcelona. “El 90% de las minas que neutralizamos se encuentran en las costas catalanas”, asegura el capitán de corbeta Víctor Romero, el jefe de la UBMCM.

El 26 de agosto de 2019, Juan Pedro Saura se asombró del público que había en la Barceloneta cuando él volvía de neutralizar aguas adentro una bomba de aviación, una de esas que en la Guerra Civil llamaban “catalanas”, de 70 kilos de TNT. “Había tanta gente… Parecía que toda Barcelona se asomaba a la playa”, recuerda.

Son numerosas las intervenciones que estos buzos han de realizar entre Cataluña, Cartagena y Baleares del total de 274 que anotaron las cuatro unidades de buceadores que tiene la Armada entre 2010 y diciembre de 2020, y sin contar las de 2022. De esas 274 acotadas en un decenio, 124 han sido en el arco Mediterráneo y 112 en el tramo de costa que entre Almería y Huelva controlan los buzos con base en Cádiz. Las otras dos unidades, en Ferrol y Canarias, apuntan 27 y 11 hallazgos respectivamente.

Explosivo activo

Y lo que encuentran es variado, pero casi siempre letal: minas de orinque capaces de hundir un buque, proyectiles de artillería de 105 milímetros, o más grandes, de 155, granadas de mortero, bombas que arrojaron la aviación italiana y la Legión Cóndor cerca de Valencia y Menorca, o también modernas bengalas, e incluso un misil aire-aire Iris T perdido en aguas de Sanlúcar de Barrameda.

El teniente de navío Saura, segundo comandante de la unidad de buzos contra minas. UBMCM

No siempre el enemigo es un objeto aislado. En la costa barcelonesa del Garraf, en la Cala Cortina de Cartagena y en los parajes gaditanos de Torregorda y Camposoto han tenido lugar los mayores hallazgos. En el del Garraf, en mayo de 2018, neutralizaron 65 proyectiles de artillería de campaña de 37 milímetros, diez de 70, seis de calibre 100, 25 granadas de mortero, tres granadas de mano y 15 espoletas.

“En la costa catalana, al final de la Guerra Civil los republicanos arrojaron al mar mucha munición para que no la cogiera el otro bando”, explica Saura, que aún recuerda el arsenal sumergido con el que dieron en Sitges, en el verano de 2013: “Nos avisaron por un proyectil, limpiamos el fondo y aparecieron otros; y limpiamos más y aparecían más y más...”.

En Sant Feliu de Guíxols (Girona) y en Sancti Petri (Cádiz), quedaban solo tres días para la pasada Nochebuena cuando los buzos hacían sus últimas capturas: una bomba alemana de aviación de 55 kilos y un proyectil de 105 mm. En el frente gaditano de costa el amontonamiento principal tuvo lugar en 1947. Aquel año estallaron 1.600 cargas de un polvorín en la ciudad. El franquismo las almacenaba por si debía minar un día el Estrecho de Gibraltar. La explosión mató a 152 vecinos. En pleno luto, las autoridades mandaron arrojar al mar otro gran arsenal.

Unos y otros querían deshacerse de la amenaza, quizá sin saber que aguanta activa bajo el mar. “El explosivo principal de una bomba es militar, muy estable, apenas le afecta el paso del tiempo -explica el capitán Romero-. Otra cosa es el explosivo de iniciación; ese es muy sensible, y casi siempre te lo encuentras deteriorado”. Una colisión contra una red de pesca, el ancla de un yate o la mano de un buceador puede acabar en tragedia.

Reglas sagradas

Lo que dice el comandante de los buzos de la UBMCM tiene que ver con el enorme peligro de estas misiones, y que tratan de burlar siendo estrictos con las reglas de su singular oficio. La primera: “No tocar el artefacto, solo señalizarlo”, ordena Romero.

La segunda es la distancia, porque estos buzos no llevan los gruesos trajes de los TEDAX de tierra, y han visto a menudo la penosa cantidad de pececillos que deja muertos la onda expansiva de una explosión en el mar. “Impacta en las cavidades huecas de un organismo, los pulmones, las vísceras… Los ves flotando en el agua. Parecen intactos, pero van reventados por dentro…”, cuenta Carreño.

El teniente de navío Carreño, con un proyectil de artillería neutralizado en Sitges el pasado verano. UBMCM

“En el agua no hay equipo de protección; la única protección es la distancia”, subraya su comandante. Y más ante una mina submarina, una esfera de un metro de diámetro con 200 kilos de TNT, como la que amenazó una playa de Dénia. U otra similiar, de 150 kilos, en Montjoi (Girona), cerca de la orilla y del restaurante El Bulli de Ferran Adrià.

“Son difíciles de ver si las tapan las algas, pero las minas son inconfundibles; las delatan sus cuernos”, explica Romero. Y esas protuberancias son especialmente peligrosas. “Es como un vasito de cristal cubierto de plomo –cuenta Carreño-. Dentro está el electrolito que iniciará la ignición por contacto. Es muy delicado”. Y no es el único problema: “Intentas abrir el caparazón y está muy dañado se deshace…”.

Cuidado con la espoleta

Ante un hallazgo suelen intervenir cinco buceadores, pero bajan al fondo solo dos, y cuando hay que manejar el explosivo “solo uno, para minimizar el riesgo”, dice Carreño.

Y en esa soledad, a veces a profundidad donde ya escasea la luz del sol, se percibe más el peligro. No solo el de la bomba, también el de la narcosis, una borrachera gaseosa que puede aparecer a partir de los 40 metros y llevar al buzo a la muerte.

“Enseguida el metal se llena de escaramujo, parece basura”, describe Saura. Y bajo esa costra de vida marina que camufla a una bomba hay que buscar la espoleta, porque “de la espoleta nunca sabes como está. Del explosivo sí lo sabes: siempre funciona”, añade.

La espoleta es clave también en los hallazgos más frecuentes, bombas de aviación como las de los aviones nazis, las SD50, con 17 kilos de TNT, o “las negrillas” que descargaban, cada día al menos dos o tres, por ejemplo ante Valencia.

El mar escupe la munición. Lo aseveran estos buzos por experiencia. Hoy es el mar Negro el que más peligro de minas flotantes tiene, por la guerra de Ucrania. Algún día, marinos como estos tendrán que sacarlas del fondo. En Europa no les falta trabajo. La II Guerra Mundial dejó plagado el Báltico, y hallan bombas a menudo las dragas del mar del Norte, como pasó aquí con el dragado del puerto de Valencia para la Copa América.

“Ya sé que no me haré rico, pero al menos no me aburro”, comenta Carreño. Lo dice este almeriense de 30 años con la misma calma con que resume que el oficio consiste en no olvidar que “el error humano es más traicionero que las bombas”. Una ley que Saura aplica “como perro viejo” en cada inmersión: “Un explosivo nunca es de fiar. No sabes nunca si queda un milímetro para que se suelte un muellecillo oxidado y…”.