En los ochenta, conseguimos ir a un concierto de Serrat con gente todavía más joven que ignoraba quién era el cantante. Hubiera sido imposible antes, pero también después con el resurgir del mito. Fue un momento de felicidad indescriptible, al disponer en privado y sin necesidad de compartir los recuerdos de un artista descubierto a los nueve años con la portada oscura de Ara que tinc vint anys. Abrió su carrera con un disco perfecto, que solo podría mejorar en el negro fúnebre de Miguel Hernández. Ahora es de todos, y aún sobra sitio.
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