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Galicia

El último tripulante del barco gallego que conquistó Terranova

El último tripulante del barco gallego que conquistó Terranova A sus 98 años, Pepe Castro recuerda con detalle aquellas primeras incursiones de flotas gallegas en aguas canadienses

"Lo más parecido a un radar que teníamos era un termómetro; así sabíamos si había hielo".

Por los ojos de Pepe Castro (Vigo, 1923) han pasado los grandes caladeros de pesca de las flotas gallegas. A sus 98 años, este marinero gallego recuerda con todo lujo de detalles alegrías, tristezas y algún que otro susto que le ha dado la mar. Pepe es el último tripulante que queda del Mar de Irlandael primer buque gallego en conquistar las gélidas y prolíficas aguas de Terranova. Historia viva de la pesca gallega.

Aquella primera incursión de un pesquero gallego en aguas canadienses no solo está lejos en el tiempo –fue a finales de los cuarenta–, sino también en los medios materiales que empleaban. “Quién pillara los aparejos y los barcos de ahora en aquellos viajes”, recuerda Castro, que lleva ya 38 años fuera de alta mar. Aquel barco con el que cruzaron el Atlántico en nueve días, el Mar de Irlandaapenas tenía 25 metros de eslora y unos seis de manga: “No éramos los que más peligro corríamos. Portugal en aquella época mandaba a presidiarios a faenar. Los mandaban en chalanas a vela. Muchos se perdían en la niebla y no se volvía a saber de ellos”.

El marinero vigués Pepe Castro, en su casa

Aunque en aquel primer viaje el mar no era especialmente duro, las temperaturas eran gélidas. “Nuestra sorpresa al llegar allí es que el barco se comenzó a cubrir de hielo”, recuerda todavía sorprendido. “Entonces, el capitán ordenó activar la bomba de agua para deshacerlo, pero el frío era tal que, nada más salir, se congelaba”.

“En plena Guerra Mundial, un avión italiano nos disparó”

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Pepe también compara aquellos aparejos de cáñamo que ellos utilizaban con los de ahora que suelen ser de nailon: “Nosotros íbamos al bacalao, que sabíamos que tenía mucha fuerza. Llevábamos los aparejos nuevos y, aún así, muchas veces las copadas nos los rompían”. Este “marinero de máquinas”, como le gusta aclarar, reconoce haber pasado miedo en alguna de aquellos tirones de los bancos de bacalao: “Era tal el peso de aquellas copadas que hacían tambalear el barco”, recuerda.

Los peligros del mar helado

Sin radar ni tecnologías muy sofisticadas, estos marineros gallegos se adentraban en aguas que estaban literalmente heladas. Pepe recuerda el sonido de los golpes de los bloques de hielo en el casco del Mar de Irlanda. “Aquello era de tal envergadura que cuando llegamos al varadero vimos todas las abolladuras del casco”, añade. La tecnología más útil que tenían en aquel momento para hacer frente a aquel riesgo “de acabar como el Titanic” era un sencillo termómetro: “Lo llevábamos en el puente y cuando la temperatura bajaba drásticamente, sabíamos que un gran témpano de hielo podría estar cerca. Así sabíamos cuando teníamos que extremar las precauciones”.

“Lo más parecido a un radar que teníamos era un termómetro. Así sabíamos si había hielo cerca”

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Las aventuras de este marinero con el hielo son innumerables. Pepe recuerda otra experiencia que le marcó especialmente. En uno de esos viajes a Terranova, al poco de salir de un puerto canadiense, “el agua se congeló por completo” y el barco se quedó encallado. Como el barco se quedó a unos treinta metros del puerto, algunos de sus compañeros decidieron bajar e ir andando sobre el hielo hasta tierra. “No sabían lo peligroso que eso era. Sí que había zonas duras, pero otras eran blandas. Recuerdo que a más de uno lo sacaron del agua agarrándolo por los pelos”, recuerda con cierta retranca. Aprendieron de aquellas caídas y “los que fueron detrás se ataban con una cuerda por lo que pudiera pasar”.

El último tripulante del barco gallego que conquistó Terranova

Un naufragio en Fisterra

Tras muchos años embarcado lejos de casa en destinos como Terranova o el Gran Sol, Pepe decidió seguir en la mar, pero más cerca de casa. Contra todo pronóstico, fue en las costas gallegas donde sufrió su primer naufragio. “Estábamos faenando en las aguas exteriores de las Cíes y una vez llenamos el cupo, nos dirigimos al puerto de Corcubión a descargar”. A su vez, un camión debía salir de A Coruña para llegar a la vez al puerto y descargar toda la pesca. El barco era el Massó 29.

“En el naufragio que viví por suerte nos salvamos todos”

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Acercándose a la costa coruñesa el faro Carrumeiro, que identifica unos peligrosos bajos en el entorno de Corcubión, estaba apagado. “El capitán de costa no se dio cuenta y fuimos directos hacia la costa. Por poco nos lanzamos al monte”, recuerda Castro. Con el ruido de los golpes del barco contra las piedras, Pepe fue corriendo al puente para detener el motor principal. Entonces, al barco se le rompieron los dobles fondos y el gasoil se empezó a verter en el agua: “Esa fue una de las claves para que el mar no nos pegase fuerte mientras estábamos encallados. El gasoil aplaca el agua”.

Aquella noche el mar estaba bastante tranquilo y en vista de la imposibilidad de salir de aquel atranco, la tripulación decidió abandonar la embarcación. Pepe dejó todas sus cosas menos su estatuilla de la Virgen del Carmen. Todos contaban con volver al día siguiente y con la luz del día, recoger tranquilamente sus pertenencias. “El armador nos recomendó ir temprano para que nadie nos pudiese robar nada”, recuerda. Pero cuando a la mañana siguiente llegaron al lugar del incidente se echaron las manos a la cabeza: “El barco se había destrozado y volado uno veinte metros por encima de la tierra”. Según su testimonio, el barco, que era fuerte, se había roto por el medio. La popa, donde se encontraba el motor, se había quedado en el sitio por su peso, pero toda la proa había sido despedida.

Los expertos que entonces estaban en tierra, les explicaron que apenas dos horas después del incidente, el mar se levantó con mucha fuerza: “Si llegamos a retrasarnos un poco, no se hubiese salvado nadie”.

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