Podría paladear cada semana la interpretación de Brad Pitt en Érase una vez en Hollywood. Excepto si me detuviera en un solo artículo sobre su vida privada, tras el divorcio de la indescriptible Angelina Jolie. Tengo que mantenerme estrictamente a dieta de su labor en la pantalla. Con cualquier intromisión de sus devaneos sentimentales, su novia actual está calcada de Irina Shayk, no podría soportar la revisión mensual del monumental trabajo del actor en Ad Astra.

La misma patología me aqueja con Rafael Nadal, otro clásico. Le debo unas ciento veinte horas memorables, las mismas que a Chaplin, Woody Allen o Tom Stoppard. A cambio, no puedo distraerme con su performance fuera del estadio, que siempre pecaría de menos genial. A un mallorquín solo debe preocuparle que el tenista estuviera en la isla al día siguiente de ganar como siempre Roland Garros, el compromiso étnico. En cuanto a su año de casado después de ser el último de su generación de campeones en pronunciar los votos, mantener doce meses de matrimonio bajo la covid es una hazaña que miles de parejas se han visto incapaces de franquear. Poco más puedo añadir.

Y a partir de aquí, debemos volver a Nadal en la pista, tan admirado como poco analizado según demuestra la existencia de un solo libro redondo sobre su figura. Golpes de genio: Nadal, Federer y el partido más grande jamás jugado, de L. Jon Wertheim, impresiona por concentrarse en la final de Wimbledon en 2008, sin desmarcarse de la hierba. La restante bibliografía o videografía es pura filfa sentimentaloide, porque olvida que la obra genial no debe enturbiarse con las vicisitudes de su autor. ¿Quién se leería una biografía sobre Cervantes, teniendo a mano el Quijote?

Por tanto, y dado que se celebra aquí una efemérides, ahondemos en un dilema temporal al comparar las victorias del joven viejo Nadal con los triunfos del joven joven Nadal. Y la pregunta elemental es quién ganaría un partido entre ambos. La tentación de apostar a ciegas por la juventud se tambalea ante la exhibición del pasado domingo en París, ante un Djokovic que hemos de confesar que creíamos superior al mallorquín. Y que no existió.

Ya nadie pretende que Borg, Sampras o McEnroe pudieran resistir en plenitud un solo set a Nadal. Sin embargo, los nostálgicos alimentan el sobreentendido de que el viejo joven Nadal se ha acomodado, y que sería triturado por el joven joven Nadal. Probablemente sea una percepción falsa, y también la única cuestión intrínseca sobre el campeón perpetuo de París que ni él mismo acertaría a contestar.

El Nadal del pasado domingo derrotaría a cualquier otro Nadal y, antes de que nos expulsen de esta sección por no hablar del mundo de los sentimientos, toca narrar la única ocasión en que las palabras del megacampeón me han provocado una admiración a la altura de su juego. Ocurrió tras su triunfo del pasado domingo. El ganador se negó a la euforia que le pertenecía con toda justicia. Recordó que la pandemia empañaba y trivializaba cualquier empeño deportivo, se negó la hazaña que acababa de protagonizar. Tocó tierra, siento que no sea una anécdota vinculada a su vida conyugal.