Sin ruido, con trabajo y resultados. Con cada vez menos detractores y sí más creyentes, Javier Aguirre ha conseguido convertirse en una leyenda en el RCD Mallorca. Lo consiguió al clasificarse para la final de la Copa del Rey, a pesar de quedarse sin ella en los penaltis, pero su figura se engrandece al echar la vista hacia atrás y ver lo que lo que ha conseguido en los 745 días que lleva como entrenador, con una permanencia sufrida, una temporada tranquila y un curso con un título en juego.

Lejos queda ya ese 24 de marzo de 2022 en el que Javier Aguirre, un mito de los banquillos de Primera División, fue anunciado como el esperado salvador de un equipo que iba cabizbajo al descenso a Segunda División. Su currículum, a pesar de parecer ya fuera del sistema con muchas experiencias internacionales, dictaminaba que podía tener la capacidad de revertir el rumbo de colisión del equipo. Lo consiguió, con más pena de la deseada y con un sufrimiento excesivo, pero el Mallorca se quedó en Primera y dio inicio a la ‘era Aguirre’. 

Ochenta y nueve partidos en su haber en una montaña rusa constante desde su llegada, con sus piruetas y sus zonas de reposo, no apta para noveles de los banquillos, pero sí para técnicos con las espaldas anchas como él. Salvado el primer y difícil obstáculo, que no es otro que caer de pie en una plantilla ya formada, le tocaba implantar su modelo de juego y darle viabilidad, sacrificando posiciones por el camino y fortificando otras. 

Un plan antiguo, alejado del concepto del fútbol moderno en el que hasta el recogepelotas de turno debe tocar bien el balón, pero que ha dado resultado. Lejos de teorías, de bloques medios y bajos y ‘timings’ del juego, Aguirre ha transmitido siempre una manera de jugar sin alardes ni florituras innecesarias. 

Un esquema que perfeccionó en su segunda temporada. Un curso, el 2022/23, en el que la defensa pasó a ser un elemento intocable y los resultados cortos su biblia. Una tranquila Liga en la que, incluso, se llegó a soñar con volver a pasear el escudo bermellón por Europa. En este, con mayores vaivenes de los deseado, ha plantado al equipo en la final cuando nadie apostaba por ello. 

Por simple que pueda parecer su visión, el paso del tiempo le ha dado la razón. Tener a priori solo un plan A y otro B puede parecer poca cosa, pero con ello ha conseguido que el público de Son Moix, acostumbrado a llorar descensos y celebrar ascensos con demasiada frecuencia, se crea al fin de nuevo equipo de pleno derecho de la máxima categoría. 

 El de Aguirre es un fútbol para nostálgicos, en los que los centrales jugaban directo a los delanteros y en los que cada saque de banda y córner cobran una importancia especial. 

Su idea, tranquila para los analistas, es una fotocopia de su carácter. Porque si por algo se ha caracterizado ha sido por su forma de ser y por saber meterse en el bolsillo a todos. Los primeros, a sus jugadores, a los que trata prácticamente como a hijos y a los que ha dirigido como si el padre de una familia se tratase. La charla en La Cartuja hace dos temporadas, previa al empate clave ante el Sevilla, sirvió para poner las cartas sobre la mesa y crear una idea e identidad propia para el equipo, ganando fieles a su causa. 

De carácter sosegado en su día a día, la sonrisa no le ha faltado nunca. Demonio en el área técnica y dolor de cabeza de los árbitros en la banda, ante la prensa siempre se ha mostrado hábil y escurridizo en sus respuestas, jugando al despiste semana tras semana. Acompañado por su inseparable Toni Amor como segundo entrenador y consejero y por Pol Lorente como enlace con los futbolistas, Aguirre va camino de alargar su hegemonía en el Mallorca una temporada más.