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Can Pomar, un ‘templo’ pastelero de 120 años

Cinco generaciones después de su fundación la saga ‘campanera’ sigue enarbolando la bandera de los dulces mallorquines, mezcla de tradición y sabores importados

Francesc Pomar (camisa naranja) posa junto a sus ‘herederos’ en Campos. | SEBASTIÀ SANSÓ

Hubo un tiempo en que la artesanía era un bien común, una labor a la que casi ni se le prestaba atención por ser un trabajo cotidiano. Pero las décadas han ido pasando y lo que antes era concienzudo y eficaz, hoy es directamente un tesoro. Es el caso por ejemplo de las pastelerías tradicionales mallorquinas, las que siguen el recetario, las que no escatiman en calidad de ingredientes y esperan los tiempos de levado.

En la isla quedan ya tan pocas que todo halago a su supervivencia generacional es poco. Este pasado mes de marzo la de Can Pomar de Campos cumplió 120 años; un buen momento para echar la vista atrás y repasar con ellos el estado de salud de la repostería de toda la vida y el futuro a medio plazo.

Fue en 1902 cuando la primera generación de los Pomar, Francesc, abrió el primer horno familiar tras formarse como repostero en la Barcelona de finales del siglo XIX. «Estaba prácticamente en el mismo sitio donde estamos ahora», explica Victòria Mayans, una de sus actuales responsables y miembro de la quinta generación de la saga. «En aquellos momentos era un horno de pan y ensaimadas y algunos pasteles los domingos».

Pero el germen no tardó en arraigar en Campos. Tras la muerte prematura del fundador, su suegro (curiosamente compartían nombre y apellidos) compró el negocio y uno de sus hijos, Joan, lo dirigió junto a su madre y su mujer, Magdalena. Unos momentos de impás antes de la expansión y consolidación definitiva de la marca de la mano de su hijo Francesc Pomar Mir.

Él, que quería ser matemático pero que antes de la mayoría de edad ya estaba entre azúcar y harina, se convertiría en el gran sustento de la pastelería mallorquina, un divulgador en un oasis en que cada uno iba por libre. Eran años, los sesenta, en los que el gremio era muy reacio a compartir sus recetas, demasiado celoso con unos postres que, al fin y al cabo, era tan sabrosos como pocos.

Francesc decidió que aquello debía cambiar y se marchó. «Aprendí de los mejores de España, me formé fuera con Jaume Sabat, con el maestro catalán del chocolate Antoni Escribà» o con el gran gurú de la pastelería leonesa, Santiago Pérez. Todo ello cristalizó en un recetario que unía lo moderno con elementos tradicionales de todas partes. La combinación perfecta para traer de vuelta los mejores postres a Campos.

En 1965, ya asentado de nuevo en el pueblo, Francesc comenzó a tejer lazos de colaboración. Primero con los pasteleros de las sagas locales de los Ramis de Llucmajor, los Segura en Muro o los Moranta de Sa Pobla. Fue el pionero en introducir en Mallorca las monas de Pascua, «el primer año no vendimos ni una», el roscón de Reyes o el mítico Cardinal, un postre tradicional vienés, cuya receta aprendió del maestro austríaco Karl Schumacher.

Can Pomaret, como se la conoce popularmente en Campos, pasó de ‘escondida’ en el sur de Mallorca a ser la pastelería en mayúsculas, a la que peregrinar tan solo por el hecho de probar todos aquellos manjares que el boca a oreja amplificaba. «Y de ahí nació la segunda gran aportación de mi abuelo Francesc», prosigue Victòria: la creación de la primera Escuela de Pastelería de la isla. La expansión definitiva del recetario heredado, importado e inventado por el campaner. Y, pese a no durar mucho, aquella fue la escuela de muchos de los que aún hoy elaboran postres y los ponen a la venta, antes de que la escuela de Hostelería de la UIB cumpliera ese papel.

La primera generación de los Pomar, trabajando a principios del siglo XX. | ARCHIVO DE CAN POMAR

Cremadillos, músics, gató de almendras, cruasans, cardinales o ensaimadas. Dulces de Pascua, de Navidad, hojaldres, pasteles de crema… Los 70 y los 80 fueron dominio de Can Pomar. Un obrador que sin empobrecer sus ingredientes abrió sucursales en la calle Manacor de Palma en 1988 (y que aún resiste) y dos años después un segundo en la calle Barón de Santa Maria del Sepulcro y un tercero en Luca de Tena, también en Ciutat.

Ahora, 40 años y dos generaciones después, un dilema está sobre la mesa del obrador. ¿Sigue siendo rentable la pastelería tradicional con todos los ingredientes que marcan las recetas? ¿O acaso es mejor industrializar la producción para abaratar los gastos que repercuten en el cliente?

«Es una buena pregunta, pero nos seguimos quedando con la primera opción. Pensamos que la mantequilla o la almendra de calidad, así como otros productos mallorquines, deben seguir estando presentes. La calidad puede ser un poco más cara, pero a la larga te da un prestigio y mantiene la conciencia de que estás haciendo las cosas bien», se reafirma Victòria Mayans.

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