Una evocación cinematográfica, sobre un desquiciado y amenazante simio, blandiendo un ensangrentado hueso femoral, junto a una escasa charca de agua. Reiterada una y otra vez, macerando el cerebro. Eso es el muy dictado telediario bélico.

No es la guerra de un «ruso aberrante» contra Occidente. Tampoco, la del puro bien contra el puto mal. Es embozada codicia de oligarquías depredadoras, en incesante riña por un ruin botín. 

La guerra de Ucrania vuelve a dar validez a aquella teoría de Mackinder sobre el «hartland» (Asia central), como enclave de dominio estratégico. Misiles de superior alcance, haciendo obsoleto el dominio naval. China, como una nueva opción hegemónica. Son factores determinantes de un endiablado interés geopolítico, evidente y declarado.

Pero sobre todo, es la babosa ansiedad de condominios político-económicos salivando, ávidos ante el gran bocado al granero de Europa. La Ucrania postsoviética con sus 32 millones de hectáreas de tierra negra rica y fértil. Y privatizar, también, gran parte de la administración estatal ucraniana, todavía poseedora de apetecibles activos productivos y financieros. Un país casi intacto desde 1991.

En julio de 2022, altos funcionarios de EEUU, la UE, Gran Bretaña, Japón y Corea del Sur se reunieron en Suiza, para la llamada Conferencia de recuperación de Ucrania (CRU), con el «fin de fortalecer la economía de mercado». Florido lenguaje que, en román paladino, significa la planificación del cobro en especie, con creces y a tocateja, de las cuantiosas deudas que ha generado un maquiavélico «auxilio» armamentista. 

O sea, la vieja y cruel engañifa de siempre, ferralla por oro. En la que histéricos histriones en ambos bandos, como infectos escarabajos en putrefacta agarrada por sus boñigas, provocan una masacre, donde «unos nadie» ponen su pellejo y «otros nadie» pagan la factura. Por narices.