El mundo entero está estupefacto ante el sepelio faraónico de Isabel II. Un empalagoso protocolo funerario ha deglutido la tragedia, para evacuar un rancio acontecimiento homérico. La Gran Bretaña se desmanda con un último cohete imperial, tirando el resto por la ventana monárquica.  

Isabel II, de longeva estirpe, hábil caballista en la pompa y el boato, reservada y evasiva, ha sido el instrumento ideal, para transitar desde un gran imperio de ayer a la casi bancarrota de hoy. Ella encarnó en su persona el mito de la impavidez. Ha sido el pedestal de una mental catalepsia colectiva, obviando en trance una insoportable decadencia histórica. Lo más probable es que, al salir de este responso interminable, el pueblo británico despierte, para encontrar en el espejo su albino trasero al fresco. Porque los delirios de grandeza son fugaces por ruinosos. Y en pleno siglo XXI, cuando los monarcas «no pinchan, ni cortan» un huevo, el pastón inventariado de una herencia, como la públicamente tendida en el balcón de la Casa de Windsor, es una clásica bomba de relojería. 

El marrón viene ahora con la sucesión. Nadie cree que la gentil sombrilla que hasta ahora ha protegido la cabecita de su graciosa majestad, alcance a su progenie. A ella le permitieron amasar una fortuna, bajo el eufemismo de «monedero de la Reina». Pero sus herederos, ya casi ancianos, con hojas de servicio preñadas de tachones, a pesar de haber vivido una vida muelle y regalada a costa de la corona, son otra historia. Ya tienen la lupa del recelo apuntando al cogote, dispuesta a escudriñar la debida idoneidad para ocupar tan enorme vacío. Y eso, cuando el Reino Unido está tocado por el Brexit, como el Titanic por un témpano.