Al fin. Lo pillé. Aunque sin fiebre ni pérdidas olfativas. Sólo unos mocos de órdago cual infante de primaria y cierto cansancio de falsa senectud. 

Los covidianos vivimos en un tránsito sociolaboral digno de tesis doctoral. «No vayas al trabajo que me lo vas a pegar, pero quédate en casa teletrabajando». La farmacéutica me informa previamente a la compra del consabido test: «si da positivo y no tienes fiebre, vida normal». Normal, y qué es normal, pienso mientras me alejo de la botica. Ayer nos vetan la entrada a mi hijo y a mí en la ortodoncista. «Pero si él no tiene covid». Me siento como un inconsciente alemán mirando el mapa en la curva respondiendo al grito de los cabreados coches mientras le adelantan: «Mí no entenderr». 

Y es que nuestra readaptación mental es más lenta que la rápida transformación de esta bienmutada gripe. El cortisol, padre del miedo, lo fabricamos como churros, pero cuesta un mundo encontrar un vertedero donde desecharlo y reside días y días en nuestro cuerpo en forma de ansiedad. La adaptación a las nuevas tecnologías, al mutante precio de la energía, al cambio climático o a la volatilidad de la bolsa es nuestra eterna tarea y a mayor edad, mayor esclerosis. 

El covid no lo escoges, pero al menos, la perplejidad que me confiere este estado de virusválido se extinguirá en unos días y veré a los próximos griposos con mayor empatía.