Cuando uno llega a determinada edad (da igual, la que decida cada cual) comienza a calcular cuántos libros le quedan por leer, cuántos por escribir, qué tiempo dedicar a las series sin perderse en productos de relleno, qué películas seleccionar, entre qué novedades musicales decidirse y en qué proporción repartimos el tiempo dedicado a la familia, al trabajo, al sueño y al ocio. Demasiado estresante —esta es la gran paradoja— para esa franja de la vida en la que se comienza a vislumbrar un cambio lógico en el reparto de tareas.

Y entonces uno va eligiendo, aparcando para siempre relecturas que hace tiempo debió hacer (el pobre Marcel Proust, tan relegado a la anhelada vida reencarnada), negándole oportunidades a ese nuevo grupo de fusión, prescindiendo de ese Premio Nobel poco conocido o de la última película del oscarizado director que ya va por la tercera o cuarta decepción. Se trata de no perder el tiempo en naderías cuando presumimos que nos quedan 20 o 25 años por delante, puede que alguno de ellos lejos de nuestro mejor estado de forma.

El tiempo de lectura estimado de un libro se calcula a partir del número de páginas y la velocidad de lectura media en castellano, establecida por quienes hacen este tipo de cálculos en 200 palabras por minuto. Así, por poner como ejemplo a un autor cuyas ventas se han activado tras su muerte, tardaríamos seis horas y tres minutos —suponiendo que no hiciéramos otra cosa durante ese periodo— en leernos Baumgartner (256 páginas), la última novela de Paul Auster. El libro en castellano más leído en abril en España, La grieta del silencio, de Javier Castillo, requeriría de algo más de diez horas seguidas pasando páginas ininterrumpidamente. El clásico español más universal, Don Quijote, un poco más: 37 horas y 46 minutos. A resultas de media hora diaria, invertiríamos algo más de dos meses en disfrutar de las andanzas del hidalgo de La Mancha y su escudero. La Biblia, 48 horas y 15 minutos. Echen cuentas. Se trata, por tanto, de elegir cuidadosamente los libros, los autores, los argumentos, los títulos, las portadas, los géneros.

Hace unos años, una marca de destilados triunfó con un anuncio que trataba de explicarnos que no nos quedaba tanto tiempo junto a nuestros seres queridos. Los publicistas hacían uso de un algoritmo bastante fiable, según el cual, a tenor del tiempo que pasábamos al cabo del año con nuestros padres, hijos, parejas, hermanos o amigos resultaba que la suma de todas esas horas abocaba a un espacio temporal triste e inquietante. A algunos les restaban apenas unas semanas junto a las personas más allegadas, apenas días, unos pocos meses, una tragedia si se comparaba con las horas que pasamos en el transporte público o haciendo cola en un centro de salud.

Con la llegada de la primavera proliferan en España las ferias del libro antiguo. Constituye una maravillosa experiencia zambullirse en una edición de hace 200 años, aunque se trate de un diccionario de latín o de un tratado de normas urbanísticas de Salamanca. Es un ejercicio apasionante reflexionar sobre la historia que ha vivido ese libro, los propietarios que ha tenido, las mudanzas y guerras a las que ha sobrevivido. Manosearlo y olerlo. Cuando muramos, nuestros libros seguirán ahí, en otras manos, en otras casas, listos para resucitar sus historias y personajes. Pero el asunto es el mismo: el tiempo.

El aficionado fantasea a menudo con que sus objetos más queridos (los libros, los discos) hablan entre ellos. Es como la excusa del pediatra, esa que tranquiliza a los niños sobre los ruidos nocturnos: es la silla que habla con la mesa; el friegaplatos que le cuenta una historia a la lavadora; un álbum de los Beatles que compadrea con otro de Dylan; Cervantes que le dice a Proust que el dueño no le va a leer después de pasar veinte años en una estantería de la biblioteca doméstica. Al contrario que nosotros, nuestros objetos pueden permitirse esperar. El disco, al próximo oyente; el libro, al siguiente lector. Y acabar en una feria dentro de dos siglos. No hay mayor lujo que el tiempo que queda por delante.