Según nos han recordado esta semana con motivo del centenario de Telefónica, hace un siglo que tenemos teléfonos en España. El teléfono, ese aparato extraño, ese murciélago colgado de una pared o plegado sobre una mesa camilla, es la historia de nuestra vida. Yo no llegué a conocer los de baquelita negra, tan cinematográficos, pues no soy tan viejo, por no hablar de los rojos, que evocaban apocalipsis de guerra fría como el que nos quisieron contar el sábado pasado con la invasión de agresivas luciérnagas iraníes. Sí que recuerdo unos de un blanco crudo, más estrechos, de dial rotatorio, con la plaquita de “C.T.N.E.” en el centro de la esfera, cuando el Estado todavía era el centro de casi todas las cosas. Me acuerdo todavía del número de casa cuando era pequeño, tresdieciochosesentaynuevecatorce, y hasta del de mis amigos de la infancia. Veo como si fuera hoy a mi abuela sentada junto al aparato. No había llamada que se le pasara. Era como un defensa central de las comunicaciones, y la que anunciaba a voz en grito, como Pepe Isbert leyendo un bando municipal, como Nicolás Maduro anunciando una expropiación, que te había llamado una “tal Gloria”. Pero todo eso acabó. Para mal, como casi todo. Creemos engañosamente haber ganado en privacidad e independencia con el cambio al “celular”. Ahora no es tu abuela la que se entera de quién te ha llamado o escrito, sino la CIA o el KGB -o tu mujer, o marido, si te espían-. Malas noticias, en cualquier caso. Para mal, porque lo que fue un objeto entrañable se ha convertido en una especie invasora en nuestra vida y en nuestra psique. Lo que llamamos “móvil” es lo más fijo que tenemos en nuestro día a día contemporáneo. No existe presencia más constante en cualquier reunión social que tantos móviles -o más- en la mesa como personas en torno a ella. No existe lealtad más potente que la que hoy tenemos a ese ente rectangular y oscuro, salvo, quizá, la que profesamos a nuestro equipo de fútbol. No dudamos en desandar diez cuadras para volver a por él cuando nos lo hemos dejado en casa. No sabemos qué hacer cuando no lo tenemos a mano, pues tenemos el síndrome del miembro amputado. Ya no leemos, ni recordamos en qué pensábamos cuando íbamos al baño sin él. El móvil ha roto más parejas y matrimonios que el hastío y la costumbre, y ha añadido a los pecados de pensamiento, palabra, obra y omisión, los de Whatsapp (“Hay más cuernos en un buenas noches”, tituló con tino uno de sus libros el gran Jabois). Aunque la Congregación para la Doctrina de la Fe todavía no haya reconocido esta nueva categoría, pues la Iglesia siempre se toma su tiempo en su “aggiornamento” canónico y penitencial, todo se andará. La adicción al teléfono, un elemento exógeno a la persona por definición, es lo más parecido que existe a la adicción al sexo, pues no podemos dejar de interactuar con algo que no somos nosotros por espacio de pocos minutos. Hoy sentimos cualquier llamada como una agresión, como una patada en la puerta de nuestra intimidad, mientras no dejamos de publicar lo que hacemos en las redes sociales, ni de enviar nudes en Tinder, pues la intimidad más preciada es hoy el tiempo –mucho- que pasamos con nuestro teléfono, con esa “Samantha” de la película “HER”. Lo siguiente, lo que se viene, es aún peor, por cuanto el teléfono dejará de existir como hoy lo entendemos, y lo tendremos integrado de algún modo en nuestro cerebro, de suerte que la escasa disociación que hoy todavía experimentamos entre nuestro cuerpo y nuestro aifon desaparecerá, y, con esa inexorable introyección, la posibilidad, ya hoy remota, de distanciarse de esa pantalla diabólica, la que nos sume en nuestra versión más narcisista, la que nos aboca a la abstracción y al individualismo más absoluto. Ese que hará que, en breve, el teléfono seamos nosotros, y que reducirá todo contacto social físico a una mera anécdota, haciendo de todos nosotros la versión occidental y ciborg de los hikikomori, esos adolescentes japoneses que no tienen contacto con el mundo que existe fuera de su habitación. El apocalipsis, en definitiva, sin teléfono rojo, pero con destrucción mutua asegurada.