El niño ofendido que en un berrinche escapa corriendo para eludir sus responsabilidades, con la confianza de que rápidamente será rescatado, colmado de besos y su problema se volatilizará, se llama esta semana Pedro Sánchez , tiene 52 años y es el presidente del Gobierno de España.
Llegados a este punto, con el hombre más poderoso del país en el papel de víctima ultrajada y enamorada, podríamos convenir que quizá hemos sobrevalorado el componente racional de la política. Y que en esta ocasión el misterio gozoso de estos cinco días de excepción con el niño perdido en el templo, realmente no perseguía ninguna reflexión, sino la movilización por las bravas, que es algo que a Pedro Sánchez históricamente se le da mucho mejor en un país de 48 millones de convencidos poco dados a la duda.
El nivel de teatralización ha sido realmente desproporcionado en comparación con la nimiedad de la causa: una denuncia admitida a trámite del sindicato ultraderechista Manos Limpias sobre las actividades públicas de la esposa del presidente, Begoña Gómez. Pero ha prendido como una mecha, ocupándose el PSOE de rellenar los huecos en blanco que dejó la carta de Sánchez con el manual del militante: la ultraderecha, la derecha, los jueces, los bulos y el ambiente tóxico del debate político, al que el Gobierno de coalición, por supuesto, no ha contribuido nunca. También se ha incluido alguna atrevida petición de inviolabilidad de la familia del presidente por si colaba. Aunque la clave de los cinco días de excepción solo la tiene Sánchez. La movilización es la única consecuencia cierta y el resultado pertenece hasta mañana lunes al mundo de la especulación.
Sin embargo, al niño del berrinche sería educativo decirle a su regreso que nadie le echó de menos. Y que si piensa quedarse de nuevo que empiece por asumir sus responsabilidades.
