A mi padre le encantaba hacer planos, mapas, croquis, esquemas, bocetos, maquetas: representaciones del mundo en general. Si tenías que ir de Madrid a Segovia, cogía un papel cualquiera, uno en el que se había envuelto la fruta, por ejemplo, y te dibujaba el trayecto con cuatro o cinco líneas. Al entregarte el plano, solía añadir esta frase:

    -No tiene pérdida.

    Nada tenía pérdida para él. Sin embargo, yo no dejaba de perderme. Daba una vuelta a la manzana y cuando llegaba teóricamente al lugar del que había salido, en vez del portal de mi casa, había una tienda de ultramarinos. Tenía que dar siete u ocho vueltas más por el barrio hasta hallar una referencia conocida porque las cosas y las casas cambiaban continuamente de lugar, o eso me parecía a mí. Me sigue pareciendo. En los aeropuertos, encuentro todas las puertas de salida menos la que me corresponde. Veo la 15 y la 17, pero no la 16, que es la mía. La mía suele hallarse escondida en un pliegue de la realidad. En tales situaciones, continúo escuchando la voz de mi padre.

    -No tiene pérdida.

    Mi padre me miraba raro, como si no fuera hijo suyo, porque era incapaz de decirle dónde estaba el norte y dónde el sur.

     -¡No se puede vivir sin conocer la situación de uno en el espacio! -me gritaba.

     Un día se murió y yo seguí aquí intentando distinguir el este del oeste, el dentro del fuera, el arriba del abajo. Me hice adulto cuando comprendí que el rincón era la parte íntima de la esquina. Estuve por salir a celebrarlo. Tengo problemas geoestratégicos, en fin, que se acentúan en el subte, donde procuro no hacer nunca trasbordos. Los cambios de línea me enloquecen. Ayer, frente al mapa de las líneas del metro colocado en la estación de mi barrio, un padre le explicaba a su hijo como se llegaba de un punto a otro de la ciudad muy alejados entre sí. Tras terminar sus explicaciones, añadió:

    -No tiene pérdida.

    Me cagué mentalmente en él y sentí una piedad sin límites por el crío, con el que intercambié una mirada de desamparo.