La imaginación es una herramienta de futuro. El historiador John Lukacs solía recordarnos que hay que ir con cuidado con las ideas que tenemos, porque terminan convirtiéndose en realidad. De este modo, la imaginación marca también un destino. Me acuerdo bien de estos versos de Unamuno que leí de niño y que son casi una definición del genio bilbaíno: «Era un muchacho pálido, / triste, con la tristeza del que sueña / días de gloria». Unamuno alcanzó la gloria literaria; sin embargo, nunca dejó de ser aquel muchacho pálido y triste que anhelaba retrasar las agujas del reloj para eludir las consecuencias devastadoras del tiempo. El poder de la imaginación nace de movilizar un tiempo verbal que no es muy común: el que niega a la servidumbre del presente su dominio sobre nosotros. «Yo seré» y «yo quiero ser» activan la voluntad, aunque también apelan a la inteligencia. Reconocen nuestra debilidad congénita, pero no la aceptan. Al menos, no del todo. Sueñan paraísos o infiernos, pequeños triunfos nobles o infames.
A menudo pienso que el problema de nuestro país radica en que su imaginación moral es pobre y sectaria; y, quizás hoy en día, más lo segundo que lo primero. Hubo una época, no hace tanto, en que el afán modernizador se conjugaba con la europeización de las costumbres. Sucedió en España, pero también en el resto de Europa, bajo el paraguas del Derecho como sello de la democracia. Tras la guerra de Ucrania –precedida a su vez por una década de crisis económica y retorno de los populismos–, todo esto nos parece ya una utopía lejana, algo así como la fe perdida de nuestros padres. Una imaginación empobrecida nos conduce a una sociedad sin perspectiva de futuro, permanentemente enrocada en sus bucles melancólicos. La imaginación sectaria se alimenta del rencor, que es hermano del odio. El rencor cohesiona una identidad fracturada, erigiéndola frente a los demás hasta aprisionarlos. Lo he visto en mis amigos, lo veo incluso en mí. Sé que todos somos mejores que nuestras ideas, corrompidas por las malas experiencias y los idearios tóxicos. Reconocer nuestros errores y aprender a perdonarnos constituye el primer paso para recuperar una posibilidad de futuro.
Cuando Azaña, cercana ya su muerte, pidió «paz, piedad, perdón», ponía las bases de lo que, cuatro décadas más tarde, haría posible la Transición. El objetivo ahora es muy distinto porque también lo son las circunstancias. Pero decir adiós a nuestros miedos y fantasmas significa reconocer que el futuro no puede nacer de este resentimiento frívolo que se ha adueñado de la sociedad española y que no nos deja pensar con un mínimo de racionalidad. A veces, tenemos que alejarnos de nosotros mismos y de nuestra inmediatez para poder percibir el dibujo completo. La historia nos juzgará con dureza si no lo hacemos y, aunque los principales culpables sean las elites –que han cedido a la vieja tentación de la irresponsabilidad–, no podemos olvidarnos tampoco de nosotros mismos. Walter Benjamin, asediado por el ruido de la actualidad, dijo aquello de que «somos pobres en historias memorables». Necesitamos recuperar esos relatos que actualicen la memoria del bien común, el recuerdo compartido de nuestros actos nobles, de nuestra generosidad y esfuerzo, de nuestro servicio a los demás, de nuestra entrega. Necesitamos soñar el futuro en la clave liberadora de la grandeza frente a la necedad constitutiva del rencor.