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Juan José Company Orell

A cada uno lo suyo

He oído por ahí, en eso de las promesas electorales siempre tan atractivas como difíciles de creer, que uno de los grupos políticos que optan a la anuencia del votante ha manifestado que cuando acceda al machito del poder dejará fuera de toda posibilidad de ayuda o subvención a todo okupante ejerciente en su menester de utilizar lo que no es suyo, y no parece en principio mal parche, pero se me antoja aún algo incompleto, pues no son pocos los que tal deporte nacional ejercen que no parecen precisamente necesitados de ayudas pues sus asaltos inmobiliarios tienen en innumerables ocasiones otras causas o motivos en poco o en nada relacionados con una necesidad perentoria.

En otra ocasión, y sobre el mismo asunto, ya me permití estimar que si las administraciones públicas, como debiera ser su deber, se hicieran responsables de las obligaciones, de todo tipo, pago de arrendamientos, abono de los servicios que la vivienda requiere, y hasta el pago de los impuestos, todos los impuestos, a los que viene en obligarse al desposeído propietario, en el caso de que «álguienes» se apoderen de una propiedad privada, el asunto se acabaría rápido, raudamente. También es factible que cuando los propietarios se harten de esperar los tiempos de la administración de justicia y ante su inoperancia se tomen la cosa por sus voluntades y manos y por ello se venga en organizar trifulca tras trifulca, con sus correspondientes listas de bajas, a lo mejor los que legislan se ponen las pilas y buscan y sobre todo hallan una solución al asunto que por lo visto para algunos, según vocean, no es un problema.

Pero observada la nueva Ley de la Vivienda no parece que los tiros vayan por ahí, sino más bien todo lo contrario, de hecho la norma debiera de trocar su enunciado pues no es una Ley de la Vivienda sino una Ley que regula el disfrute de una vivienda digna, disfrute del que curiosamente se hurta a la parte más mollar de esa relación bien inmueble-ciudadano, como es su propiedad pues sin la una, la otra es inexistente; el artículo 10 de esa norma que ampulosamente indica que trata del contenido de los derechos de propiedad de la vivienda, es más bien un compendio de limitaciones y obligaciones que de derechos propiamente entendidos. De hecho en toda la Ley no se hace una sola mención a un hecho real, sacrosanto para la Constitución hasta hace poco, como es el de la propiedad y que mancilla con alevosa frecuencia cuando ese acceso a la vivienda se efectúa de forma ilícita, ilegal, por la fuerza de la patada en la puerta y sobre todo en perjuicio de terceros; ley que se complementa además con una disposición transitoria cuyo único objeto es añadir una mayor traba burocrática a la defensa de los derechos del propietario, con lo que los año y medio o dos años que tarda un ciudadano, de media, en conseguir recuperar su propiedad pueden muy bien doblar ese ya de por sí vergonzoso plazo.

Sé de una historia, puede que novelesca pero muy ilustrativa, que cuenta que en una ocasión se llevó ante un monarca a un noble acusado de matar a un plebeyo y que cuando el rey dictó sentencia de pena capital para el noble este con desmedido orgullo le indicó que no podía condenarle a muerte pues él era noble y su condición marcaba la diferencia, a la que tenía derecho, a lo que el soberano, mirándole a los ojos, le respondió «tenéis razón y por ello no os condenaré a muerte al igual que no condenaré a esa misma pena a aquel que os mate a Vos». Y es que de eso se trata, de tratar a los ciudadanos en la forma y manera con la que ellos emplean para conducirse en la sociedad de la que forman parte; así sería entendible que quienes no respetan la propiedad de los demás, cualquier propiedad, fueran recogidos, al igual que los que «morosean» en sus obligaciones de pago, en listas al efecto y así cuando acudieran a la administración correspondiente en petición de ayuda o socorro por haber sido víctimas de la sustracción del móvil, el patinete, la moto o cualquier bien de su propiedad, el funcionario de turno, estatal, local, autonómico, judicial o no, pudiera contestarle al igual que el monarca de la historieta: tú no respetas el derecho de la propiedad de los demás, por lo tanto no puedes pedirme que defienda ese mismo derecho que ahora tu reclamas como propio, en aplicación de aquello de que a cada uno lo suyo, para así tratarle al sobrevenido ofendido en función de cómo trata él mismo a los demás. Y el remedio, el jarabe, vale para todos aquellos que son de la cofradía del embudo y que pregonan, cuales Putines de fabricación nacional, el derecho de sus derechos, valiendo la redundancia, cuando a ellos les afecta la conducta de otros pero callan cuando es obligado el respetar ese mismo derecho en los demás, guardando riguroso silencio cuando los violadores de ese igual derecho de esos otros demás son de su cuerda. Y la solución valdría para tutti quanti, para los okupantes pero también para los «artistas sobre lo ajeno» o grafiteros, pues en esa lista estarían sus propios domicilios o el de sus señores padres, en los cuales obviamente estaría todo vecino autorizado a pintarrajear a gusto, sin temor a reprobación social. Eso sí sería Justicia.

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