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Matías Vallés

Todos los presidentes del Gobierno acaban mal

Pedro Sánchez en sus horas más bajas obliga a recordar que los siete inquilinos de La Moncloa han clausurado sus ciclos en medio de circunstancias de un singular dramatismo

En un sistema democrático, una victoria en las elecciones solo garantiza la derrota en alguna de las convocatorias siguientes, con ciclos de duración cada vez más reducida. La idiosincrasia hispánica acentúa la condena previa implícita en el triunfo en las urnas. No está claro que a Pedro Sánchez le haya llegado la hora, pero sus dos primeras intervenciones públicas tras las derrota socialista del 28M empeoran los resultados electorales.

Por si acaso, un Sánchez en sus horas más bajas obliga a recordar que todos los presidentes del Gobierno acaban mal. Sin necesidad de excepción para confirmar la regla, los siete inquilinos de La Moncloa han clausurado su poder en medio de circunstancias de un singular dramatismo, con una pérdida absoluta del crédito que los encumbró. En España, el puesto más codiciado en la estructura de cualquier país lleva medio siglo desembocando en una monumental pesadilla.

Al contemplar esta semana a un Sánchez cariacontecido y que por vez primera agacha la cabeza, se confirma que el síndrome de la Moncloa no consiste en el aislamiento palaciego en las tripas del complejo presidencial, sino en la expulsión de la sede del Gobierno con una mudanza en cajas destempladas. La resurrección que se ha impuesto sin demasiada fe el actual inquilino demuestra la fuerza de succión de una tradición con visos trágicos. El hombre que conquistó el poder desde la calle, el autor de Manual de resistencia, también se ha quebrado.

Al asomarse al desván de los siete finales de etapa, se topa con un golpe de Estado zarzuelero, con una corrupción de proporciones dantescas que incluye el terrorismo con patrocinio estatal, con el mayor atentado vigente de la historia en suelo europeo, con la disolución total de un partido mayoritario o con la crisis financiera que colocó al país al borde de la disolución o quizás un paso más allá. Sin olvidar el agravante adicional de que en dos casos, Suárez y Aznar, el desastre sobrevino cuando ya habían anunciado su salida, como si la dimensión de las catástrofes del 23F y el 11M quisiera corregir el olvido de la ley cataclísmica.

Por orden, y en su rango premonitorio, la tarea hercúlea de Adolfo Suárez se disuelve en el ácido del rencor que generó a principios de los ochenta, donde la única incógnita consistía en determinar si al presidente del Gobierno le odiaban más sus adversarios o sus correligionarios. En un desencuentro sobradamente estudiado, el fundador de la UCD fue traicionado a conciencia por el Rey que le encomendó el tránsito a la democracia. El ejército y la banca lo convirtieron en el objetivo a abatir, literalmente. Y la traca final fue el coronel Tejero, para que la primera fase de la democracia acabara chapoteando en la ignominia.

Suárez acabó peor que mal. De hecho, al contemplar las calamidades que se abatieron sobre sus predecesores, se plantea si el declinar también triste de Sánchez posee un desencadenante de intensidad comparable. Aunque el desastre más espectacular siempre puede estar por llegar, ahí van los precedentes del propio Suárez y de Aznar, es imprescindible reevaluar el impacto de una palabra de extrañas resonancias.

El término esotérico es covid, y no se necesita ejercer de negacionista para contemplar su efecto devastador sobre los gobernantes de los países que impusieron confinamientos radicales. Las decapitaciones drásticas se han sucedido entre los gobiernos más celebrados por sus éxitos en la contención de la pandemia, Nueva Zelanda o Finlandia. El auge de Díaz Ayuso, sin duda la rival preferente del actual inquilino de La Moncloa, está contenido en la casi única palabra de su propaganda electoral de 2020, un sucinto «Libertad».

González sucede a Suárez, en la confirmación sin excepciones desde entonces de que España ha prestigiado siempre a los aventureros por encima de los catedráticos Fraga o Tierno Galván, a la hora de ser gobernada. El enamoramiento colectivo del arrebatador abogado sevillano, que «nunca ha leído un papel», no evitó una oleada de corrupción de una intensidad que ha costado reproducir en los sucesivos embates. El «Váyase, señor González» de Aznar acabó siendo una fórmula misericordiosa para aliviar el desastre socialista.

El flemático Calvo Sotelo anula a la derecha para una década y media, el bizarro Aznar se despide de sus ínfulas orientalistas con 191 cadáveres en Atocha, la economía se hunde con Zapatero, el indolente Rajoy celebra en una nube de alcohol la primera moción de censura de éxito, pese a que estaba formulada contra su Gobierno. De ninguna manera podía optar Sánchez a un final feliz.

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