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Daniel Capó

Las cuentas de la vida

Daniel Capó

La última partida

Con la convocatoria anticipada de las generales en julio, Sánchez aún aspira a ganar la última partida

Pedro Sánchez E.P.

Al sanchismo, en tanto que fenómeno político, hay que interpretarlo como un producto radicalizado del zapaterismo. En su práctica de gobierno, mantiene apenas un vínculo muy precario con la socialdemocracia que hizo posible la modernización de España en los años ochenta y noventa del pasado siglo. La estrategia del socialismo en aquel entonces pasaba por la estabilidad democrática, el desarrollo del Estado del bienestar y la firme incorporación al ámbito europeo y a la Alianza Atlántica. Desde la perspectiva que da la experiencia, sus desaciertos fueron muchos pero no fundamentales, a pesar de que la gangrena de la corrupción se instalara muy pronto en el poder. A pesar de ello, el listado de logros fue notable y bastantes de ellos aún ofrecen sus réditos: el ingreso en el Mercado Común y en la OTAN, el desarrollo –en los primeros años– de una notable red de infraestructuras, el arranque de las primeras multinacionales españolas, el despliegue autonómico y de los sistemas públicos de Seguridad Social, los Juegos Olímpicos en Barcelona y la Expo de Sevilla, y así un largo etcétera. Cuando llegó la derecha al poder en 1996, Aznar se encontró con una economía abatida por la crisis y por el déficit público; pero no tuvo la necesidad de plantear grandes cambios ni en la dirección política interior ni en la exterior. El bipartidismo parecía ya entonces firmemente asentado, así como la lectura virtuosa de la Transición que compartían ambas formaciones políticas. Las minorías vasca y catalana introducían un elemento de estabilidad adicional, bajo la fórmula de la pluralidad nacional. Aznar también cometió varios errores; pero, de nuevo, ninguno insalvable para la marcha del país. Sin la guerra de Irak ni los trágicos atentados del 11 de marzo, el gobierno hubiera quedado en manos de Rajoy como apuntaban todas las encuestas. Pero no fue así. Las elecciones las ganó Zapatero y con él empezó una época nueva, muy distinta a las anteriores. No podemos entender el sanchismo sin acudir a la ruptura ideológica que, dentro del socialismo español, supuso la irrupción de aquella nueva generación de políticos –sólo aparentemente idealistas–, que se desligaron de la fe de sus padres para defender otros valores.

De ZP a Pedro Sánchez han transcurrido casi veinte años, definidos por múltiples incapacidades. La primera tiene que ver con la economía: la renta per cápita de los españoles no ha aumentado en estas dos últimas décadas. Somos más pobres en una Europa más rica. La segunda, más grave aún, nos habla de las fracturas interiores que se han ido materializando en esta etapa: la brecha nacional, social y política, la que se refiere a la memoria y la que apunta hacia el futuro. Atado al poder con los nudos de una coalición antinatura, el sanchismo se ha alimentado de la demonización continua del adversario con una desenvoltura asombrosa que tanto le valía para pactar con Bildu como para tirar sin límite de la chequera pública.

Si algo se aprende en política es el principio de Saturno, pues el poder acaba devorando a sus hijos. Los griegos lo llamaban hybris y es consecuencia del orgullo. Parece que tampoco Sánchez podrá huir de este destino. Su legado no se medirá en décimas de PIB, sino por la efervescencia del populismo. Con la convocatoria sorpresa de las próximas generales en julio, busca explotar al máximo el antagonismo entre los españoles, a la vez que acalla el ruido de sables entre los barones de su propio partido: «o conmigo o contra mí». De este modo, el presidente todavía aspira a ganar la última partida.

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