Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Juan Lagardera

Torrente se ha vuelto antirracista

Muchos clubes de Europa han tenido que disolver sus grupos de animación juvenil

por el caldo de cultivo parafascista de los mismos

Ilustración: Torrente se ha vuelto antirracista. DM

La reconocida filósofa moral Adela Cortina señalaba hace pocas semanas en una larga entrevista que el cerebro humano es xenófobo por naturaleza, y que es la educación («la civilización») lo que limita y reconduce nuestras malas emociones respecto de los otros: por racismo, homofobia, machismo, clasismo… por nacionalismo incluso. Y por tribalismo, desde luego. Esta idea es la más común en la actualidad dentro de la psicología social. Pero no está tan claro.

En cualquier caso, todos hemos dado por bueno este pensamiento humanista que pacifica la convivencia, hegemónico en las últimas décadas, que construye aquello que hemos venido en llamar lo «políticamente correcto», fruto de un consenso universal que hunde sus raíces en la moralidad religiosa, la ilustración y el utopismo milenarista. Ese consenso se ha quebrado más recientemente mediante una sucesión de rupturas políticas que no se veían desde los tiempos revolucionarios europeos, dado que los movimientos migratorios y la globalización han devuelto el conflicto ético a las sociedades contemporáneas.

El populismo hunde sus reacciones aquí, así como todos los principios neoconservadores norteamericanos, del tea party a la generación woke, cuyo objetivo es combatir al progresismo en su campo favorito, el intelectual. Fue el ínclito maestro de periodistas Tom Wolfe quien puso en solfa los excesos idealistas, particularmente el antirracismo, en su divertida novela La hoguera de las vanidades (1987), en la que a raíz de un accidente (un rico blanco atropella y magulla a un negro pobre del Bronx) desnuda la imbecilidad vital de la clase adinerada (wasp: blanco, anglosajón y protestante, además de rico) y las torticeras manipulaciones de los agitadores profesionalizados por el blackpower. Habían transcurrido apenas veinte años desde los gestos de los atletas negros en las Olimpiadas de México (1968): John Carlos y otros levantando el puño con un guante negro durante la entrega de medallas.

Fue Rousseau quien, mediado el siglo XVIII, a través de reconocidos ensayos como el Emilio o de la educación y Del contrato social, sentó las bases del buen salvaje (llevado al cine por François Truffaut en 1969). Para el filósofo ginebrino, nacemos buenos y es el medio hostil el que nos vuelve depredadores. Si nos tratan bien, si nos educan, nos convertimos en seres humanizados. Bajo esa influencia, un legendario antropólogo, Claude Lévi-Strauss, estudiará durante un lustro diversas tribus en la Amazonía. Sus primeros libros, Tristes trópicos y El pensamiento salvaje, se decantarán por una nueva tesis: la estructura del pensamiento es similar entre los hombres primitivos y los de cultura más avanzada. La adaptación al medio ambiente y el desarrollo social (y, por lo tanto, también político) desencadenarán en las personas sus rasgos más o menos violentos.

Así pues, la ética, como comprendió y predijo Aristóteles, sería social, se desarrolla con la práctica. No habría una predisposición mental, fisiológica. Tan es así que los últimos pensadores, los posmodernos y poslingüísticos, proponen disolver la filosofía en la antropología. Vienen a decir: primero conozcamos la verdadera naturaleza (y la historia) del pensamiento, y luego ya filosofaremos.

Como se puede comprender con facilidad, el tema del racismo es bastante complejo. Pero esta semana pasada hemos visto que numerosos periodistas y dirigentes futbolísticos, no muy leídos, por cierto, se han despachado a gusto contra la afición del Valencia por los insultos al jugador rival Vinicius, ciertamente de mal gusto y xenófobos, de un ¿reducido? grupo de animadores juveniles. Como en la novela de Wolfe, el pensamiento «correcto» se ha cebado en el valencianismo, y las críticas han llegado a movilizar a muchos brasileños (no amazónicos) e, incluso, ha dado para una respuesta desinformada de la ONU.

Desde luego, nunca justificaremos tales manifestaciones, pero resulta insostenible tildar a los valencianistas y valencianos de racistas. Pero visto que en Madrid abrazan la causa antiesclavista, que olvidan los tiempos de sus ultrasur o el pensamiento abiertamente reaccionario de sus rivales colchoneros, ejemplarizados en el valleinclanesco personaje de Torrente creado por Santiago Segura, lo que sí conviene recordar es que el fútbol se ha convertido en uno de los reductos del tribalismo, y que fruto de tales recurrencias es la sinfonía de insultos y barbaridades que se pueden proferir en las gradas de los estadios.

Ocurre en toda España y en otros países mediterráneos de sangre caliente como Italia, Grecia o Turquía, pero también en la gélida Rusia o en las civilizadas Holanda o Inglaterra. En todas partes cuecen habas. Muchos clubes han tenido que disolver sus grupos de animación juvenil por el caldo de cultivo parafascista de los mismos. Otros son más laxos. Algunos han acercado las gradas al campo de juego para que la presión anímica sobre los jugadores visitantes sea mayor. Y ahora ya no hay vallas que contengan a las masas para que no mueran aplastadas como en Heysel (1985), el estadio de Bruselas, capital europea. La dirigencia futbolística debe aclararse en este punto: ¿quieren animaciones que predisponen a la violencia, aunque solo sea verbal, o desean una afición familiar que come bocadillos y pipas mientras se desarrolla el partido?

En Mestalla se oyó un intolerable «mono, mono». Lo oyó Vinicius, desde luego, a menos de dos metros. En Barcelona le echaron la cabeza de un cerdo a Laudrup, en Madrid inventaron a los ultras y gritaban «maricón» a un conocido entrenador rival. Los pobres del Rayo son resilientes, se corean a sí mismos cuando visitan a sus rivales poderosos de Madrid: «vallecanos, yonquis y gitanos». Pero nada más cruel y reprobable como la tonadilla que inventaron los maledicentes aficionados béticos para un delantero suyo, un maltratador condenado, Rubén Castro: «no fue tu culpa, era una p…, lo hiciste bien». Terrible.

Compartir el artículo

stats