Hace unos días este periódico publicaba un reportaje bajo el título de El plan B de los candidatos -DM, 20-5-23-, en el que se hacía eco de la actividad a que podrían dedicarse algunos candidatos, caso de no tener éxito en las elecciones locales y autonómicas. Dando por supuesto que el «plan A» sería su actividad política, cuando creo que, precisamente, la cuestión debería ser al revés. Voy a tratar de explicarme.

Es posible que uno de los principales problemas que aquejan a nuestro sistema político, sea, precisamente, el de la profesionalización de la vida política a todos los niveles, cuando quizá esa dedicación exclusiva o «profesional» debiera ceñirse sólo a determinados cargos de alta decisión y representatividad, y no a todo aquel que se vaya a dedicar a una actividad política en cualquiera de sus ámbitos territoriales (estatal, autonómico, insular o municipal).

Tradicionalmente, se ha venido definiendo a los funcionarios públicos como aquellas personas que se incorporaban a la Administración pública mediante una relación de servicios profesionales y retribuidos, regulada por el derecho administrativo. Y dentro de esa categoría general, se distinguía entre los funcionarios de carrera (dotados de inamovilidad) y otras tipologías (de duración determinada, por una u otra razón), además del personal cuya relación se rige por el derecho laboral. Ese conjunto de personas se agrupa hoy día bajo la denominación genérica de «Empleados públicos», según la terminología que utilizó la Ley del año 2007, apartándose de la habitual en nuestro derecho (y, también, de la propia denominación constitucional, pero eso es harina de otro costal). Su incorporación a la Administración, según la Constitución, se ha de basar en los principios de igualdad, mérito y capacidad.

Así, junto a los empleados públicos, nos encontramos a las personas que, por elección o designación de carácter político, vienen a ostentar la dirección de la Administración de que se trate. En este punto, tanto la Administración General del Estado como las autonómicas se han venido basando en un sistema burocrático, no corporativo, mientras que las Entidades Locales han funcionado históricamente sobre base corporativa (de ahí que se las haya venido denominando Corporaciones Locales).

Traducido ello en la práctica, implicaba que quienes ocupaban esos cargos representativos y directivos -llamémosles políticos- no hacían de ello una profesión, sino que venían a ostentar el cargo de forma temporal, desempeñando unas u otras tareas, en función de las circunstancias políticas y de sus conocimientos o formación sobre la materia de que se tratara. Además, claro está, de tener la correspondiente confianza popular o del encargado de su nombramiento, pero sin la exigencia de experiencia previa. Es evidente que, por pura lógica, ese tipo de cargos no debería ser excesivamente numeroso, sino adecuado a las necesidades y personal a su cargo (no parece asumible un ejército donde la mayoría de sus miembros fueran generales, con escasa tropa…).

La realidad, sin embargo, nos ha ido mostrando una evolución en dos direcciones: por un lado, se ha ido incrementando el número de puestos de designación o elección política, que alcanza a todo tipo de funciones, y, por otro, quienes se dedican a esa actividad lo van haciendo, cada vez más, como si ello fuera una profesión -la de político. Basta con efectuar un repaso a los presupuestos públicos y a las hemerotecas, desde los años 80 hasta ahora.

El resultado ha sido, así, que, en contra de lo que dicta la lógica y las propias normas, muchas de las funciones y tareas que la ley asigna a los empleados públicos -por necesitar de determinados conocimientos y de un ejercicio objetivo e imparcial- se han venido desempeñando por personas que, pese a haber sido elegidas o designadas para el cargo, carecen de esos atributos. O sea, que la profesionalización de la política ha venido a redundar en una politización de la Administración. Con el consecuente efecto de que el funcionamiento de la Administración, ya de por sí complicado y lento, se ha ralentizado aún más, se ha hecho más ineficaz y se ha alejado del desiderátum plasmado en el texto constitucional, cuyo artículo 103, en su apartado 1, ordena que aquella ha de servir con objetividad los intereses generales y adecuar su actuación a la ley y al Derecho.

Recientemente, en estas mismas páginas, el profesor Guillem López Casasnovas, en un artículo titulado La cosa no da para más, se refería al incremento del gasto y del déficit público y aludía a ineficiencias de la Administración y a su baja productividad, señalando que «La gestión pública política es hoy, para aquellos, un estilo de vida» (DM, 24-5-23).

Quizás, ahora, después de los procesos electorales, cuando se han de organizar los distintos equipos de gobierno, sería un momento oportuno para reflexionar sobre esas cuestiones, planteándose las cosas sin apriorismos y procurando no incidir en los mismos errores, ya que, sino, como dice López Casasnovas, la cosa no va a dar para más.