Diario de Mallorca

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Eduardo Jordà

Una meditación

Se supone que cada uno de nosotros medita pausadamente su voto antes de ir a votar, así que repasa con cuidado los programas electorales y lee con atención todas las propuestas. Incluso hay gente —estoy seguro— que antes de ir a votar se lee un ensayo especializado que le aclare las ideas, algo así como El marco onto-epistémico de la tecnopolítica en la era de la utopía digital, una cosa breve, ligerita, de sólo 381 páginas pero que sirva para afinar al máximo la elección del voto. Ustedes, estoy seguro, conocerán a personas así, aunque yo no tenga el gusto de conocerlas. El único caso que conozco de un votante así, que se leía a fondo las candidaturas y los programas, era un amigo de Palma, de temperamento dadaísta, que se había propuesto votar al partido menos votado de todos. Al menos votado, repito, no al más votado, como hacía la vulgar chusma sin personalidad que seguía siempre a la masa. Pero él no era un borrego, sino un dandi, un solitario, un espíritu superior. Por algo vivía en la calle Tiziano.

Un año, en los tiempos de Felipe González, ese amigo me contó que dudaba entre votar al Movimiento Católico Español o a la Liga Comunista Revolucionaria. ¿Qué le aconsejaba yo? Tonto de mí, le recomendé votar al Movimiento Católico Español, convencido de que nadie podría sacar menos votos que ese vetusto movimiento de curas y beatas y seguidores de la Adoración Nocturna. Me equivoqué. El Movimiento Católico obtuvo 1.694 votos frente a los 867 que sacó la Liga Comunista Revolucionaria de los feroces trotskistas. Mi amigo, hombre de sólidas convicciones, lo soportó con estoicismo, hasta que descubrió que el ignoto Partido Proverista —que, lo juro, existía en aquellos años— había sacado 168 votos en toda España. ¡168 votos en toda España! Eso sí que era un milagro. Ese extraño Partido Proverista, que reclamaba crear una comunidad autónoma que uniera el País Vasco, Navarra y La Rioja, y que pretendía fundar un nuevo sindicato obrero, el Sindicato Autónomo de Unión Laboral, fue el menos votado de todos… ¡y mi amigo no lo había votado! Desde entonces, ese amigo de la calle Tiziano votó con entusiasmo al Partido Proverista, que se disolvió en 1989 a causa de los malos resultados, y eso que una vez llegó a obtener 756 votos. Conviene decir, en honor a la verdad, que aquel partido no sólo se disolvió por los reveses electorales, sino porque su fundador y líder incontestable había sido condenado por desfalco (por lo visto, habían desaparecido de la tesorería trece millones de pesetas de los años 80). Aquel día, me consta, mi amigo lloró desconsolado.

¿Existirán todavía esta clase de espíritus superiores que aspiran a votar no para ganar, sino para perder estrepitosamente, de forma ignominiosa, sin superar jamás los mil o los dos mil votos en todo el país? Lo dudo mucho. El espíritu humano se ha aburguesado vergonzosamente en estos últimos tiempos. Y a pesar de las protestas indignadas y el ceño fruncido y la pose de descontento perpetuo de casi todos nuestros candidatos, la gente vota para ganar, ¡para ganar, no para perder! ¿Imaginan una muestra más grosera de espíritu plebeyo? ¿Conciben un ejemplo más palmario de degradación intelectual? En vez de aspirar a obtener con su voto esos esforzados 168 votos que consiguió el Partido Proverista en 1982, las masas actuales —tan erráticas, tan confusas— pretenden arrollar al adversario con una mayoría apabullante de votos. ¿Qué ha sido de la exquisitez? ¿Dónde ha ido a parar la finura del intelecto? Recuérdenlo, amigos, no hay mayor ultraje a la distinción espiritual que votar para ganar con una innoble carretada de votos.

De modo que hay que afinar bien el voto. Hay que elegir, hay que sopesar, hay que buscar hasta debajo de las piedras. ¿Quién sacará como máximo 270 votos en todo el país? 270 votos, ¡eso sí que es meritorio! Conseguir diez o quince millones de votos es algo que está al alcance de cualquiera (la historia reciente nos lo ha demostrado), pero, ah, amigos, ¡qué difícil es conseguir esos 270 votos! Cuando Borges publicó Fervor de Buenos Aires, hace ahora justo un siglo, tuvo que imprimir sus poemas en una humilde imprenta de barrio (la imprenta Serantes). Sólo consiguió vender 300 ejemplares, pero se sintió tan eufórico por aquellos trescientos ejemplares que quería ir casa por casa a dar las gracias personalmente a cada uno de los compradores. Pues bien, esos lectores exquisitos que hace un siglo compraron la primera edición de Fervor de Buenos Aires son los equivalentes actuales de un partido que sólo consiga sacar 270 votos. ¿Quién no iría personalmente, casa por casa, a agradecer el voto a cada uno de esos votantes? ¿Quién no querría celebrar la gesta de haber conseguido ser el partido menos —repito— menos votado de todos? Eso es lo más difícil, queridos lectores.

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