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Antonio Papell

No es fácil votar en estos tiempos

Nuestros constituyentes, la elite de una generación jurídica, hicieron un buen trabajo, pero sus epígonos introdujeron en la legislación electoral algunas disposiciones paternalistas y opinables, como la del célebre artículo 53 de la Ley Orgánica del Régimen Electoral General (LOREG), que dispone que «no puede difundirse propaganda electoral ni realizarse acto alguno de campaña electoral una vez que ésta haya legalmente terminado», algo que sucede veinticuatro horas antes de que comience la jornada electoral. El artículo 144 de la misma norma establece que quienes incumplan estas prohibiciones «serán castigados con pena de prisión de tres meses a un año o a la de multa de seis a veinticuatro meses». Parece que crece la oposición a mantener esta especie de pausa en el proceso electoral, pero no ha habido todavía iniciativas para eliminarla.

Es triste tener que reconocer que las campañas electorales son desde hace tiempo campañas publicitarias gestionadas sin demasiados escrúpulos, algo hasta cierto punto natural dado que unas elecciones no dejan de ser, a fin de cuentas, una justa incruenta en que los contendientes llegan al límite de sus fuerzas en el afán de derrocar al adversario. Las democracias grandes y maduras, como la española, no registran grandes vaivenes a cada alternancia (por ejemplo, al contrario de lo que ocurría en el siglo XIX, los funcionarios se mantienen estables en su apoliticismo) pero hay muchos intereses en juego, económicos y de otra índole. De hecho, las políticas encaminadas a reforzar el Estado y las instituciones consumen unos recursos concretos que permanecerían en manos privadas si el gobierno fuera más liberal. Pero no puede decirse que cada alternancia electoral represente un cambio de sistema, una reforma profunda del régimen… Máxime cuando uno de los pocos consensos que permanecen, al menos de momento, es la inamovilidad de la Constitución, porque ninguna de las grandes minorías se fía de las demás en una reforma tan delicada.

La democracia debería servirnos, sobre todo, para capear las crisis y conseguir el crecimiento, en un marco de solidaridad en el que, aunque pervivan las diferencias ideológicas y sociales, nadie se quede descolgado. Sin embargo, a la vista está que en las dos últimas crisis el impulso ha llegado del exterior. La crisis de 2008 tuvieron que enfrentarla sucesivamente Zapatero y Rajoy con unas armas de dudosa entidad que nos vinieron impuestas por la UE y por la comunidad internacional. Grandes ajustes, el rescate de Grecia, Irlanda y Portugal, el rescate parcial al sistema financiero español, fueron hitos de una absurda ideología de la austeridad heredada todavía del Consenso de Washington. La crisis sanitaria de 2020 ha sido enfrentada por el socialista Sánchez gracias a políticas expansivas diametralmente opuestas… que nos venían prescritas por la UE gobernada por el Partido Popular Europeo… Quiere decirse que las dos grandes familias políticas, la socialdemócrata y la liberal (por simplificar la denominación de ambos hemisferios) no están tan alejadas en el mundo de lo macroeconómico.

Nada de todo esto era para nosotros predecible, por lo que la participación de la política activa en el «milagro» ha sido secundaria. El futuro tampoco está escrito, por lo que resulta un tanto ingenuo intentar que quienes pugnan por nuestros votos nos lo expliquen con pormenor. En la práctica, los dos elementos que habrán de guiarnos, a modo de sextantes políticos, son muy difíciles de manejar: la tendencia ideológica predominante en las formaciones que compiten (algo solo objetivable hasta cierto punto) y la confianza que nos inspiran sus dirigentes (algo totalmente a merced de la subjetividad).

Básicamente, en un mundo en que casi nadie niega la eficacia de economía de mercado como instrumento de asignación de recursos, se enfrentan quienes piensan que la política tiene que servir básicamente para que nadie se quede descolgado de la vida, y quienes están tan celosos de sus libertades que las anteponen insolidariamente a cualquier otra consideración. Entremedias hay todo un magma de posiciones ambiguas. Y en conjunto, disponemos de varias ofertas entre las que elegir. La elección ya es una decisión personal, en la que pesan nuestro sentido del deber; nuestra concepción de la sociedad, del bien y de la verdad; nuestro interés vinculado a nuestra posición…

No. No es fácil votar en estos tiempos.

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