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Mercè  Marrero

La suerte de besar

Mercè Marrero Fuster

Para gustos colores y para opiniones flores

Nos sentimos más enrollados y sabiondos si criticamos negativamente a algo o a alguien. Lo malo vende mucho más que lo bueno

Un amigo, propietario de un restaurante, se enfrentó a un intento de campaña de desprestigio que le valió un par de ataques de ansiedad. Un cliente, después de beber varias botellas de vino, tropezó con un escalón yendo al baño y se hizo una rozadura en la espinilla. El escalón, a pesar de estar debidamente señalizado con una franja de color amarillo fosforito, se tornó invisible a los ojos de alguien en pleno apogeo de estado beodo. Lógico, quien esté libre de pecado que tire la primera piedra. Cuando mi compañero quiso acompañarle al médico, el chico y sus amigotes se negaron. Dijeron que estaba estupendo y que sólo tenía un moratón. Al cabo de unas horas, la situación cambió y, mientras mi amigo y yo cenábamos, el chavalito y su pandilla puntuaron el negocio que mi amigo defiende a capa y espada con una estrella paupérrima y opiniones sobre su falta de atención y el nefasto cumplimiento de las normas de seguridad. Mentira cochina, pero el daño estaba hecho. La crítica cruel gana siempre y, a pesar de que mi colega pasa olímpicamente de las redes y jamás va a un restaurante por lo que dicen de él en ciertos foros comunitarios, sufrió el regusto agrio de ser vilipendiado pública e injustamente.

Opinamos sobre todo y opinamos, básicamente, mal. Porque lo negativo es más vistoso que lo positivo, porque nos sentimos más enrollados y con más argumentos si despellejamos a algo o a alguien y porque nos hemos llegado a creer que todos los trabajos, a pesar de ser complejos, son evaluables por cualquier persona, independientemente de su criterio, intereses, estado anímico, filias o fobias. Un poco pretencioso todo.

A los dos minutos de salir de la consulta de un especialista médico, recibo una encuesta para valorar su profesionalidad. Puede que, por haberme hecho esperar más de la cuenta, porque ese día yo esté de mal humor o, simplemente, porque soy una borde, me dé por suspenderle. ¿Sería eso justo? No lo creo. La última vez que compré en un centro comercial, el dependiente me pidió que valorase su atención. Al mismo tiempo que me ponía el TPV en la mano derecha para pagar, me colocaba una placa con tres pulsadores en forma de emoticonos (contento, indiferente y enfadado) en la izquierda para opinar. Cada vez que hago una consulta a la empresa de telefonía, el operador me pide, con voz de cordero degollado, que puntúe su trabajo. «Siendo cinco el número más alto», me dice y concluye con un «Para mí es muy importante su puntuación». Esa frase me genera desazón y una gran antipatía hacia las empresas que obligan a sus equipos a pasar por el momento indigno de la encuesta en directo. Le pregunté al dependiente del centro comercial si sucedía algo cuando la crítica era negativa y me contestó que recibe un ligero toque del departamento de Recursos Humanos. Salvo excepciones flagrantes, mi opinión no es tan profunda ni compensa el toque a ningún trabajador o su inquietud por no poder promocionar laboralmente.

Mi amigo ha reforzado la señalética y, además de la banda en el suelo de color fosforito previniendo del escalón, ha colocado un gran cartel en la puerta reservándose el derecho de admisión. A grandes males, grandes remedios.

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