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José Carlos Llop

Cuestiones urbanas

Que las ciudades sean abiertas y admitan a todos no quiere decir que no tengan su propio espíritu, ese que las distingue o diferencia de las demás ciudades y de los pueblos. A ese espíritu los antiguos lo llamaban genius loci y los modernos Historia mientras que los posmodernos lo llaman centros de interpretación y otras sofisticaciones de apariencia técnica y sesuda. En nuestro pasado más reciente no necesitábamos de centros de interpretación para conocer nuestra ciudad natal y soy de los que piensa que lo de natal es esencial para el verdadero conocimiento de una ciudad. Respirarla desde la cuna lo es y crecer en ella, conocer sus calles de tanto pisarlas, frecuentar sus iglesias y mercados, saber el nombre de las cosas como fundamento del conocimiento de la vida urbana, como código de entendimiento y como impedimento de la dispersión, sea babélica o sea cualquier otra. En las ciudades nos agrupamos en el pasado entre otras cosas para defendernos, no para atacarnos entre nosotros. Que es lo que ocurre a veces cuando los recién llegados —y no me refiero a inmigrantes o peninsulares— quieren imponer su criterio y su idea, si la tienen, de lo que es la ciudad. O sea, de lo que no es, ni fue nunca.

En los últimos tiempos se habla en los periódicos de Son Armadans —o Son Armadams, como prefieran— cuando lo que relatan sus noticias no ocurre, exactamente, en Son Armadans. Se trata de las casas de masajes que han ido apareciendo aquí y allá. Pero la cuestión a la que me refiero es que estos negocios no están en Son Armadans sino en Son Alegre, que así se ha llamado siempre a la frontera sur del barrio hasta llegar al mar. Vamos, que Son Armadans no es el Barrio Rojo. Hasta donde yo sé —y lo que sé, acertado o equivocado, es lo que aprendí de niño—, Son Armadans barrio —la possessió que le da nombre era otra cosa— limita por el Sur con la calle Juníper Serra —hubo unos años en que algunos se empeñaron, no con la calle, sino con el franciscano, en bautizarlo como Fra Ginebró— y por el norte con las calles adyacentes al bosque, situadas un poco más arriba de la calle Son Armadans. Y los límites laterales del barrio son —o al menos así eran— la calle Bosque a un lado —hoy Camilo José Cela— y la calle Andrea Doria —antes carretera de Génova, sigue siéndolo y más ahora con las obras del Passeig Marítim y el tráfico desviado y saturado de tibs— al otro. A izquierda y derecha, El Terreno y Son Espanyolet, respectivamente. Esto era, más o menos, Son Armadans, y supongo que la confusión debe venir porque la asociación de vecinos de Son Armadans abarca, con este nombre, los barrios que son adyacentes y que tienen su toponimia particular. Por ejemplo: Son Alegre no era Son Armadans como S’Aigo Dolça no era El Terreno…

Estas cosas formaban parte de la cultura general del ciudadano y ser ciudadano implicaba la conciencia de serlo y ahí entraba —hablo de sentido crítico— protestar al Gobernador Civil por la actuación de una actriz de varietés ligera de ropa —léase Miss Giacomini— a finales del XIX, o por el exceso de cruceros ahora, cuando el desembarco de un crucero actual siempre es un exceso, sea aquí o en Tombuctú. Todos los puertos de mar visitables están invadidos a tiempo parcial por los cruceristas y el mundo-mundial lo está por los turistas: de aquí a Camboya. Como si esto fuera a acabarse de un momento a otro y a lo peor es que se acaba y no lo vemos. En paralelo, por si no bastara la conciencia ciudadana, hay una fiebre que se manifiesta tildándose de activista, término que se ha extendido más que los apellidos patronímicos. Y si acudo a los apellidos es porque activista es una palabra que aparece detrás del nombre de quien sea o del oficio o arte al que se dedique. Escritor y activista; actor y activista; periodista y activista… Los hay que han llegado a la alcaldía siendo sólo activistas —véase Colau en Barcelona—, pero lo que es muy común es juntar dos apelativos y uno es el de activista. Me pregunto dónde se expide el título y cómo se arroga uno tal condición. Antes se era miembro de un partido, por ejemplo, y eso implicaba una manera de vivir el activismo social (ahora parece que se ha reducido a una forma de subirse al único ascensor socio-económico en activo). Como lo implicaban las asociaciones, religiosas o laicas, que cuidaban o cuidan de los más desprotegidos. Pero me temo que lo del activista actual es más difuso y confuso y se apunta a un bombardeo. Pronto habrá que llevar un cartel que diga, por ejemplo, ‘soy artista y no soy activista’ o ‘soy jardinero, pero no activista’. Para distinguir. Para esto servían las palabras y los nombres: para distinguir y al mismo tiempo definir.

Y una proposición final para estos meses: cuando paseamos por el centro de la ciudad en horas punta, tal vez convendría llevar un anuncio bocadillo de esos que inventaron los norteamericanos en los años veinte —ya saben, un delantal rígido por delante y por detrás— donde en distintos idiomas se lea: ‘Soy un nativo’. Ojo: que no diga ‘Soy nativo’, sino ‘Soy un nativo’. Uno: el único. Y si viene de gusto, cobrar por foto: toda precaución es poca para cuidar lo que uno es.

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