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Inés Martín Rodrigo

Mujeres suicidas

Da igual la procedencia o el tiempo que les tocó vivir a muchas creadoras de algunas de las más bellas páginas de la literatura reciente que acabaron con su vida... su final ha eclipsado su obra

La mañana del 11 de febrero de 1963, Sylvia Plath se suicidó en su casa de Londres. Abrió la llave del gas y colocó la cabeza sobre el paño que había puesto en la bandeja del horno. Sus hijos, Frieda, de tres años, y Nicholas, de uno, estaban en su habitación. La noche anterior, su madre les había dejado una bandeja con leche y galletas por si al despertar tenían hambre, había cerrado la puerta y la había sellado para preservarlos de la muerte segura que ella había elegido. Estas breves líneas, tan dramáticas como realistas, impactantes, han servido muchas veces, demasiadas, para simplificar, hasta reducirla a la categoría de suicida, la biografía de una de las escritoras más importantes del siglo XX.

Pero la autora estadounidense fue mucho más que la escena de su autolisis y, como ella, numerosas mujeres suicidas, creadoras de algunas de las más bellas páginas de la historia de la literatura reciente: Virginia Woolf, Alfonsina Storni, Alejandra Pizarnik, Anne Sexton, hasta Violeta Parra, responsable del himno Gracias a la vida. Da igual su procedencia o el tiempo que les tocó vivir, su final ha eclipsado su obra. Su condición de suicidas les ha convertido en mitos; la ficción se ha impuesto, sí, pero no la suya propia, sino la que los demás han hecho de ellas.

Sin embargo, no ha sucedido lo mismo con el buen puñado de escritores que, desde que el mundo es narración, se han quitado la vida: Jack London, Stefan Zweig, Ernest Hemingway, Cesare Pavese, Walter Benjamin, Primo Levi, Gabriel Ferrater… La lista es larga, más extensa incluso que la de las autoras, pues la tradición literaria es tan heteropatriarcal y machista como nuestra sociedad. No digo que en las biografías de todos ellos se omita su trágico final y que figuren en los manidos reportajes que no dejan de publicarse, cual refritos, sobre suicidio y literatura. Pero su óbito no determina su grandeza. Lo hace su obra, y por ella son juzgados. Mientras que ellas, salvo honradas excepciones (pienso en Virginia Woolf, pero rápidamente se me viene a la cabeza, como a ustedes, el momento en el que se sumerge en el río Ouse con su vestido lleno de piedras), no han contado ni siquiera con el beneplácito de la lectura.

Sylvia Plath y Anne Sexton se hicieron adultas, mujeres adultas, en el Estados Unidos de los años cincuenta, en plena era del macartismo. Tuvieron que lidiar, con total desconocimiento, con su salud mental y, además, con sus intensos deseos de convertirse en escritoras, tan lícitos como los de sus colegas varones. Las universidades de Yale y Harvard estaban reservadas para ellos. Ellas acudían, como mucho, al Smith College, donde se entretenían unos años, preparaban alguna maestría y, sobre todo, buscaban marido. La paradoja es que sólo una década antes su país había salido adelante gracias a las madres de esas estudiantes, que tuvieron que desempeñar trabajos hasta entonces propios de los hombres, destinados en el frente europeo (una novela extraordinaria de Jennifer Egan, Manhattan Beach, publicada en España por Salamandra, está ambientada en aquella época).

En sus Diarios (Alba tiene una preciosa edición en español), pero también en sus numerosas cartas (era una gran escritora de misivas, y de ello dan cuenta los volúmenes editados por el sello Tres Hermanas), Sylvia Plath manifestó, en alguna ocasión, sus deseos de ser un hombre. Quería subvertir el orden establecido, ese que la condenaba a la mojigatería y el recato, en la vida y en la literatura. Yo también lo he ansiado alguna vez con el mismo propósito, y nací medio siglo después que ella. Intenté, igualmente, debido a una severa depresión, ser una mujer suicida, pero en mi biografía nunca aparecerá. O quizás a partir de ahora sí figure. Sea como sea, no se olviden de leer (me), denme el beneplácito de la lectura.

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