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Bernat Jofre

Los límites de la impunidad

La prensa madrileña anda estos días en ebullición: lo que era una comidilla de élites ha devenido cotilleo masivo. Don Juan Carlos podría haber tenido una hija fuera del matrimonio. Como François Mitterrand. Como muchos otros. Quizás como su vecino, y usted no lo sepa. O, peor aún, su pareja.

En Mallorca —el centro del Universo, según teoría de Matías Vallés— se conocen presuntas andanzas del Emérito desde incluso antes que fuera coronado. En la isla no podemos fingir ni simular tener memoria de pez. Si las paredes de las «suites» de un determinado hotel del Paseo Marítimo hablasen, nuestro sentido del ridículo (y de la vergüenza ajena) podrían llegar a límites insospechados. Y más vale no continuar.

Años turbios, la verdad sea dicha. Con un mínimo denominador común: la impunidad. El sentirse con derecho a todo. Por parte de todos los actores, por cierto. Además de una connivencia absoluta con ciertos resortes del Estado para —presuntamente, claro está— ocultar según qué incómodas situaciones. La pregunta que más de uno y una se hizo en esos años de vino y rosas fue la de qué pasaría si efectivamente se llegaban a hacer públicos determinados affaires. La respuesta la dio Óscar Álzaga Villaamil en su brillante La monarquía parlamentaria en la Constitución española de 1978: «Aunque el Rey cometiera asesinato, su inviolabilidad lo protegería». Ahora bien, lo que no contestó el venerable jurista democristiano fue si las aventuras regias se podían considerar «en ejercicio de su condición de Jefe del Estado» o fueron «asuntos privados».

Y de esos polvos (la confusión entre institución y persona), estos lodos. Nunca mejor dicho.

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