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Antonio Papell

Los fastos de Carlos III

La muerte de Isabel II el pasado 8 de septiembre a los 96 años de edad tras un reinado que comenzó en 1952 y que duró más de 70 años daba paso al heredero, el príncipe de Gales, que reinará con el nombre de Carlos III. La reina Isabel, entronizada en la posguerra de la Segunda Guerra Mundial, normalizó la institución y la guio a lo largo de un curso proceloso de acontecimientos que incluyeron el desastre de Suez, la guerra fría y el gradual desmoronamiento del gigantesco imperio ya casi extinguido, aparte de unos fuertes lazos familiares con Australia, Nueva Zelanda y Canadá que todavía conservan cierta importancia estratégica, más intelectual que real. En pocas palabras, puede decirse que Isabel II gestionó la decadencia de un gran país que había sido, junto a sus hermanos norteamericanos, el gran vencedor frente al Eje; que disponía de armas nucleares y de una potente armada, que ocupaba un sillón permanente en el Consejo de seguridad de la ONU y que era la sexta economía del mundo, aunque su viejo papel hegemónico iría diluyéndose en una Unión Europea en la que tardó en entrar (en buena medida por la hostilidad de De Gaulle), y que Londres terminaría abandonando en uno de los errores históricos globales más notorios de las últimas décadas.

El Reino Unido de la coronación de Carlos III —un acto sin valor político ni institucional puesto que el rey es rey desde el mismo momento del fallecimiento de su predecesor— es, pues, muy distinto del de los primeros años cincuenta, y sin embargo, la monarquía ha celebrado este ritual provocativo, fastuoso y megalómano como si estuviéramos en un mundo antiguo, en el ambiente pastoso de los viejos imperios medievales, en un sistema feudal en que el señor disfruta de un poder de derecho divino. Porque Carlos III es todavía el gobernador supremo de la iglesia de Inglaterra, jefe del protestantismo, la fe cismática que adoptó Enrique VIII para divorciarse de Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos, y desposarse con Ana Bolena contra el parecer de Roma.

El ritual que ha escenificado Carlos III es un gran anacronismo por más que, como gesto modernizador de este arcano, el arzobispo de Canterbury, al instar al monarca a cumplir con sus obligaciones que lo ligan al protestantismo, ha reconocido el derecho de todas las demás religiones a ser abrazadas igualmente por los súbditos. Pero uno no quiere ni imaginarse lo que sucedería en otras democracias, como la española sin ir más lejos, si el monarca entrante, en lugar de jurar la constitución, tuviera que recibir la bendición del presidente de la conferencia episcopal. El respeto a los rituales extranjeros no impide que llamemos las cosas por su nombre.

Los aparatosos fastos con que los autócratas antiguos adornaban el poder tenían por objeto asombrar a los súbditos, anonadarlos, someterlos a la superioridad indiscutible del emperador, que, respaldado por la trascendencia, era dueño de su vida y de su hacienda. De la misma manera que el macho alfa de una manada de leones o de elefantes exhibe aparatosamente su magnificencia, el rey ancestral hacía gala de inmensas riquezas y de poder ilimitado para conseguir el acatamiento de sus ciudadanos. De momento, los británicos han arropado los fastos con su presencia y sus aplausos, pero es probable que la corona británica tenga que poner los pies en el suelo a no tardar. Una encuesta de YouGov de mayo de 2021, publicada por The Independent, indicaba que el 41% de las personas de entre 18 y 24 años preferirían una república en comparación con el 31% de monárquicos. Se había producido un cambio total con respecto a 2019: la encuesta mostraba entonces que el 46% prefería la monarquía y solo el 26% quería que desapareciera.

De hecho, una de las observaciones más reiteradas de quienes han cubierto informativamente la coronación ha sido la de que una gran mayoría de los jóvenes se ha desentendido por completo de la ceremonia. Una ceremonia que ha costado al erario público un dineral prescindible y que ha obviado la frontera entre la política democrática y los cuentos de hadas.

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