Carlos III se traslada del palacio de Buckingham a la vecina abadía de Westminster en una carroza dorada con aire acondicionado, la contradicción característica de los ecologistas. El vehículo no hace al rey, por lo que la difunta Isabel II supera todavía hoy mismo en carisma a su hijo, que muestra episódicos rastros de vida sensible. El recién coronado no solo ha logrado ser más viejo que su madre, también es el primer monarca que empieza a trabajar sobrepasada con creces la edad de jubilación.

La mayor garantía de supervivencia de la monarquía de Carlos III es la figura materna, que se agiganta frente a su hijo como la progenitora de Woody Allen en Historias de Nueva York. Bajo el patrocinio isabelino, la coronación fue una gigantesca exaltación religiosa que debió causar disgusto a la Reina de España. El anglicanismo confirma la astucia de Enrique VIII, al envolverse en una doctrina que tolerara el adulterio confeso de los reyes, al que se acogió agradecido su actual sucesor. Eso sí, la palabra «Dios» fue pronunciada centenares de veces durante los fastos. La ceremonia pertenece a dos ausentes, Isabel y Diana, y a un Omnipresente.

Carlos III es la persona menos apropiada para el casting de una coronación, el peor adaptado para proclamarse «vuestro rey indudable», según señalaban imperativos todos los participantes en el ritual. Por no hablar de los problemas de encaje craneal de la corona en cuestión. La madre conocía a la perfección las limitaciones de su primogénito, el patito feo al que arrinconaba porque lo veía falto de convicción y porque estaba enamoriscada del pervertido Andrés, otro ausente.

Carlos III confirma que nunca se puede decir de esta agua no beberé, ni esta persona no será presidente del Gobierno. Los ropajes estaban muy por encima del personaje, el niño que le interpela a su llegada a la arquitectura puntiaguda de Westminster puede certificar aliviado que «el rey no está desnudo, por fortuna». Cuando el protocolo obliga a dejarlo en mangas de camisa, es piadosamente protegido por biombos de truco mágico de Las Vegas, antes de empuñar la espada del rey Arturo para «combatir la desigualdad». Y luego dirán que la monarquía carece de sentido del humor.

«Mantente firme», le ordena imperativo a Carlos III uno de los centenares de clérigos que monopolizan la ceremonia. La firmeza no es una virtud que se asociaría inmediatamente al coronado. La edad es lo de menos, aunque Juan Carlos I estaba abdicando en la década de coronación de su primo inglés, y la inmensa mayoría de sus cuarenta predecesores ingleses habían fallecido a los 74.

Con la corona montada sobre su cabeza, el rey parece momentáneamente rejuvenecido, como si hubiera relegado por unos instantes a un segundo plano la preocupación por el cuidado de sus rosales. El hieratismo regresa al recibir el juramento de fidelidad de su hijo Guillermo, hacia el que no muestra ni un átomo de reconocimiento, y que encima se lleva el bofetón de «Haced que el rey viva para siempre». Un parado más.

Nadie habla inglés como los antiguos ingleses, parece mentira que un nativo pueda adquirir ese acento impecable espontáneamente. El protagonismo angustioso de la música se compensa al escuchar el espléndido Make a joyful noise, compuesto para la ocasión por Andrew Lloyd Webber, el autor de El fantasma de la ópera. No hay ningún doble sentido, tampoco al constatar que los reyes de España fueron situados en el furgón de cola de las monarquías, o al preguntarse si a ambos les gustaría ser coronados en medio del boato y el esplendor madrileños. En un papel demasiado secundario, Felipe VI y Letizia pugnaban para contagiarse del carisma de la monarquía de monarquías, con la reina española tocada con un sombrero geométrico que traiciona el objeto del tocado, dotar de irregularidad a cada rostro.

Carlos III ha tenido que expurgar del día más importante de su vida a la mitad de sus hijos y a un hermano, pero la gran ausente fue Lady Di. El relevo en el trono inglés es un triunfo de la pasión por encima de la razón, que vuelve a demostrar la rara habilidad de Camilla para elegir siempre una vestimenta en franca contradicción con la ceremonia en curso, extraída ayer de Frozen igual que su semblante.

El balance siempre provisional del acto religioso debe determinar si toda ceremonia de celebración del Occidente cristiano, donde la Biblia «es el objeto más valioso que este mundo puede ofrecer», ayuda a la pervivencia o solo a la nostalgia. La coronación de Carlos III de Inglaterra es una invitación al éxtasis o al desmoronamiento de la monarquía, indistintamente. En la civilización algorítmica, palabra árabe, el mayor argumento a favor del trono reposa en la estabilidad numérica. Los monarcas de Inglaterra garantizan una media de 25 años en el cargo. Aunque preferiblemente vestidos.