El dolor que causan los abusos sexuales se agudiza con demasiada frecuencia por el muro del silencio, la inacción, el descrédito y el rechazo que soporta la víctima por parte de las personas e instituciones a las que acude en busca de reconocimiento y reparación. Es el caso de Toni Estela, un hombre de 51 años, que ha denunciado ante la justicia las violaciones sufridas de forma reiterada por él mismo en su infancia y por decenas de niños durante los años ochenta en la Fundació Nazaret, dependiente del Obispado, por parte de un monitor que prosiguió con sus prácticas una década después en una casa de acogida en Son Sardina, y que ahora tiene unos 65 años y reside en Perú. «Igual pudimos hacer algo hace treinta o cuarenta años, pero yo ya lo olvidé y me arrepentí», reconoce abiertamente el monitor en un elocuente vídeo grabado por el propio Estela el pasado octubre, en un intento desesperado de demostrar la veracidad de su relato, tras la ausencia de respuesta de la policía a su denuncia en 2016 y de la Fundació Nazaret, con la que se reunió hace tres meses, y que ahora, tras hacerse eco de la historia Diario de Mallorca, se limita a decir que «queda a la espera de la investigación que en todo caso pudiera abrirse» a la que prestará «la colaboración que se le requiera». Una actitud nada proactiva, acompañada de una repulsa genérica a este tipo de comportamientos. Tras los abominables episodios vividos en el seno de la Iglesia y en otros ámbitos, como los centros de menores tutelados, se esperaba más.

El recorrido judicial resulta incierto.

Por el tiempo transcurrido y los condicionantes de la ley, es probable que los hechos denunciados hayan prescrito, como apuntan juristas consultados por este diario. Sin embargo, la acción judicial emprendida por el letrado Francisco Fernández Ochoa ante a la pasividad frente a hechos de extrema gravedad, como los descritos por Toni Estela y corroborados por otros testimonios que, de momento, mantienen el anonimato, tiene gran valor para los afectados y para la sociedad. El sufrimiento ante el daño infligido a personas que han visto condicionadas sus vidas por abusos perpetrados por quienes debían protegerles en su infancia y en situaciones de vulnerabilidad, como presuntamente ocurría con los menores acogidos en Nazaret, perdura y exige ser esclarecido, reconocido y reparado, si procede. Es el primer paso para la superación. De nada sirven declaraciones de ‘tolerancia cero’ si decenas de personas, como Estela, tienen que seguir arrastrando toda su vida la losa de pederastia, mientras los abusadores se parapetan en la hipocresía de instituciones y en subterfugios legales. Hay que atender a las víctimas que han superado el miedo y la vergüenza para levantar el telón del olvido frente a la impunidad de los depredadores porque el dolor y sus consecuencias no prescriben.