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Eduardo Jordà

¿La vida era esto?

En uno de estos días radiantes de primavera, veo en la terraza de una cafetería a una mujer de unos 60 años, con el pelo teñido de rojo bermellón -igual que todos nosotros, ella también aparenta ser joven-, a la que recuerdo haber visto de pasada en las discotecas y en los pubs, hace más de treinta años, quizá más. Esa mujer era muy atractiva, y en cierta forma lo sigue siendo, pero ahora tiene que acompañar a una mujer muy anciana que tiene que desplazarse en una silla de ruedas. Esa anciana -imagino- es su madre, y ahora le ha tocado cuidar de ella, sacarla a pasear y llevarla a una terraza a que le dé el sol tibio de primavera.

La palabrería cursilona de la izquierda habla de la «economía de los cuidados», pero esa «economía de los cuidados» -sea eso lo que sea- supone renunciar a una gran parte de las escasas posibilidades de felicidad que te ofrece la vida cuando llegas a cierta edad. Esa mujer del pelo bermellón podría haber dejado a su madre inválida en una residencia o encomendarla a una cuidadora, pero ha decidido hacerse cargo de ella. Y por supuesto, ha pagado un precio muy alto por ello. ¿La vida era esto?, se preguntará en la terraza del bar, mientras recuerda la época lejana en que atraía las miradas en las discotecas y en los pubs, cuando era joven y bella y todo parecía anunciarle un futuro radiante. Sí, era esto, le contestará una voz que ella preferiría no reconocer porque es su propia voz, y esa voz le llega desde muy adentro, y ahora ya no hay nada que pueda desmentirla. ¿La vida era esto? Sí, era esto.

Me pregunto qué lugar ocupará esta mujer del pelo rojizo en el imaginario colectivo de nuestra época, en medio del griterío histérico del «Hermana, yo sí te creo» y de la propaganda machacona del «empoderamiento» femenino. ¿Es una fracasada? ¿Una conformista? ¿Una heroína que acepta lo inevitable con determinación y coraje? ¿Una desgraciada? ¿Una tonta? ¿Una derrotada por la vida? La pregunta es interesante. En el discurso de la izquierda, plagado de palabrería bobalicona y de victimismo supuestamente emocional, los afectos han desaparecido por completo. No hay amor, ni cariño, ni apego, ni devoción hacia otra persona, ni un compromiso a largo plazo, porque esta izquierda neo-comunista no concibe las relaciones humanas como un compromiso individual de persona a persona, sino como un proceso impersonal que siempre debe quedar sometido a la tutela por parte del Estado, que en el fondo es el Partido (para la izquierda comunista, o neo-comunista, o que disimula bajo el eufemismo «de los comunes», el Estado sólo puede ser el Partido, es decir, ellos mismos). Pero los humanos, por fortuna, todavía pensamos de otro modo: para nosotros aún cuenta el afecto personal, y el amor, y los apegos familiares, y la devoción hacia determinadas personas, así que entendemos que la gestión de los afectos nos corresponde a nosotros mismos y no a los comisarios políticos y sus hermanas redentoristas, las monjas laicas del «Hermana, yo sí te creo».

En realidad, si bien se mira, la diferencia entre la política adulta y la política infantiloide reside en la actitud que ha tomado esta mujer. Para aceptar que existe la responsabilidad individual y que debemos ser capaces de asumir las consecuencias de nuestros actos, uno debe tener muy claro -como parece tenerlo esta mujer del pelo rojo- que la vida era esto y nada más que esto. Pero hay mucha gente que prefiere engañarse pensando que la vida debe ser felicidad y realización y empoderamiento al coste que sea, sin compromisos, sin afectos, sin responsabilidades de ningún tipo. Esta es la política adolescente -o descaradamente infantil- que se está introduciendo entre nosotros y que cada vez cobrará más importancia, y que algún día, si sigue así, acabará destruyendo los cimientos de la democracia liberal tal como la entendemos ahora. Esta política adolescente cree en sueños y en utopías, pero no es capaz de aceptar las verdades adultas de la existencia.

¿Un ejemplo? Lo que ocurre en Francia, donde una parte importante de la población se niega a aceptar la reforma inevitable de las pensiones -algo que en España se ha trampeado de mala manera para evitar problemas-, y por eso incendia las calles y destruye todo lo que encuentra a su paso, como si así pudiera evitar enfrentarse a las verdades incuestionables del envejecimiento irremisible de la población y del coste inasumible de las pensiones tal como están calculadas ahora. Esa es la política adolescente que se funda en la negación del principio de realidad que nos enseña que la vida era esto; mejor dicho, que la vida es esto. La mujer del pelo rojo lo sabe. En cambio, millones de ciudadanos que se creen muy rebeldes y muy inteligentes no lo saben ni quieren saberlo. Todavía no.

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