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Norberto Alcover

En aquel tiempo

Norberto Alcover

La sabiduría de la madurez

«El placer de escribir a menudo no es tal, el verdadero placer reside en la lectura. El dilema se presenta cuando la lectura, en mayor o menor plazo, provoca inevitablemente la escritura». Son palabras de José Carlos Llop, nuestro mejor escritor en castellano, en una breve obra, a manera de dietario, que lleva por título La Estación Inmóvil, nada menos que editada en 1990. Me permito añadir al texto de Llop que, en ocasiones, una serie de imágenes en grande o pequeña pantalla, a manera de lectura icónica, también te invitan a la escritura. En todo caso y tal vez por razones profesionales, me sucede a menudo, sobre todo con grandes películas, esas que nunca pasan. Precisamente en una de ellas, nada menos que Tierra de Penumbras, Hopkins deja caer estas palabras: «El dolor de ahora forma parte de la felicidad de entonces». Y tales palabras emanadas de la gran pantalla, me sirven, también, para introducir este pequeño ensayo sobre «la sabiduría de la madurez». Porque tengo la percepción de que muchos de nosotros nos sentimos doloridos por descubrir socavones en un pasado que fue brillante y futurista. Sin aquellos momentos de intensa felicidad, ahora no nos sentiríamos defraudados, por lo menos en alguna dimensión existencial. Y todo esto se convierte en escritura. Ahora. Aquí. Cuando la primavera ha comenzado.

Los mayores, entre los que cuento, igual que tantas personas cercanas a mí, tenemos una caja fuerte que solamente da la edad: haber vivido muchos años, entre tristezas y alegrías, entre esperanzas y derrotas, entre convicciones y sus correspondientes modificaciones, hasta el punto de que, a poco sensibles que seamos, somos conscientes de cuál es nuestro rol social en este momento: ser guardianes de la historia, asesorar/aconsejar a nuestros herederos ante una historia diferente, y convertir tantos protagonismos en silencio sonoro. También y en la medida que se nos permita, gozar de la senectud sin molestar a nadie, pero también sin que nadie nos moleste. Permítanme insistir en este conjunto de intenciones y limitaciones.

Es evidente, aunque preferimos ocultarlo en el debate público, que los mayores somos un peso sanitario, familiar y por supuesto para las arcas del Estado. Podemos edulcorar esta tríada de pesadumbre reduciéndonos a recordar el asunto de «las pensiones», pero hay mucho más en juego: cómo conseguir que la sociedad del TikTok nos conciba como parte de ella misma y no solamente como un grupo al que descartar y, en todo caso, ayudar a bien morir. Conseguir el lugar que merecemos (y podemos desarrollar con dignidad), en virtud de nuestra personal memoria histórica, de nuestras sugerencias para apoyar el sueño de quienes nos siguen, y sobre todo, mientras exigimos con radicalidad nuestros derechos constitucionales o simplemente humanos. Que la sociedad nos tenga en cuenta de esta manera, no es cuestión nuestra, porque tenemos pocos recursos prácticos, pero es un deber moral de quienes gozan de tantas maravillas como nosotros les conseguimos alcanzar. Que toda herencia tiene que perfeccionarse, es de sentido común, pero negarla solamente conduce a la mentira, a la humillación y además a una tremenda injusticia. Todo esto se entiende o no se quiere entender. Llamarse a engaño, es una solemne estupidez.

Pero a la vez, y puede costarnos mucho, tenemos que ser capaces de ceder las cúpulas a los que vienen detrás, a no estar continuamente a la contra de toda innovación que tal vez no coincida con nuestra herencia, a dejar de lado jefaturas que exigen más habilidad cronológica, porque somos más lentos a la hora de pensar, de comunicarnos y por supuesto de resolver problemas de envergadura. Tenemos que saber «estar junto a», susurrando palabras medianamente serias, apoyando iniciativas que nos parezcan congruentes, y sobre todo acogiendo a las víctimas de toda confrontación inevitable. No solamente dar tiempo a los nietos, porque tantas veces es más relevante entregarlo a nuestros descendientes más directos. Tal vez no sea fácil, pero cada vez se hace más necesario. Recuerdo que el día en que pronuncié mis Últimos Votos como jesuita, mi gran consejero de muchos años me dijo, tras la ceremonia: «Desde ahora, la Compañía también es tuya». Y comprobé, año tras año, cómo este hombre singular se retiraba de primera línea y dedicaba su tiempo a charlar con quienes lo necesitábamos. La Compañía, y es necesario escribirlo, era de los dos, claro está, pero tenía la sensatez de pasar a segundo plano. Y en este segundo plano, me sigue ayudando a crecer, precisamente a mi edad. Algunos, saben hacer las cosas más complejas con una naturalidad maravillosa.

Vuelvo a recoger el texto lúcido de Llop, para insistir en que la relación entre lectura y escritura encuentra semejanza en la relación entre lenguaje icónico y esa misma escritura, pero sobre todo la gran relación se establece entre vida y escritura, puesto que quienes escribimos solamente vamos contando nuestras vidas. Y como escuchábamos a Hopkins en Tierra de Penumbra, los dolores de la madurez se apoyan en esta tierra maravillosa de los placeres pretéritos. Las cosas no están nada fáciles para nosotros, lo sabemos, pero solamente la sociedad que sea capaz de incorporar nuestra sabiduría de la madurez, será capaz de soñar un futuro medianamente seguro.

No es cuestión de suerte. Se trata de convicciones.

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