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Ángela Labordeta

El nombre de las cosas

El lenguaje, como cualquier elemento de naturaleza viva, se va modificando y adopta nuevas formas de llamar o referirse a las cosas, en buena parte porque las modas así lo imponen, y en otra, no menos importante, porque los criterios sociológicos y políticos van mudando de piel y exigiendo transformaciones, algunas de calado muy relevante por las consecuencias que tienen sobre la sociedad y su forma de entender la vida y revelarse contra ella.

Hace un par de días hablaba con mi madre de esas familias que no conoces, pero de las que todo el mundo habla por su notoriedad en un momento dado y así, como quien no quiere la cosa, mi madre me dijo: «Sí, era el hermano de la mujer que fue asesinada en el Alto de Barbado». «No tengo ni idea de quién me hablas». «Fue hace muchos años», argumentó ella, «y todo fue muy terrible porque la mató el marido y dijo que les habían intentado robar y ella allí muerta, mientras el hermano consolaba al cuñado que era un asesino», concluyó. «Un asesinato de violencia machista», dije yo. «Sí», dijo mi madre, «pero entonces no se hablaba de eso, simplemente ella se lo había buscado y así se cerraban los casos que casi nunca trascendían», dijo ella como quejosa, no apesadumbrada.

Siempre me ha parecido importante cómo se nombran las cosas y a las personas porque de hacerse correctamente nos ayuda a ser conscientes de la sociedad en la que vivimos y, por eso, poner nombre a los hechos que durante años y décadas se invisibilizaron o simplemente se ocultaron ha sido un paso que hemos dado entre todas, como lo ha sido normalizar las diversidades, proclamar la tolerancia o reservarnos nuestra forma de querer o no querernos.

El lenguaje es una herramienta social y política de enorme valor y, como tal, en ocasiones es utilizado de forma suicida y buscando la distracción en un juego que no deja de ser lo contrario de su propia exposición. Lo vemos a diario: en las tribunas, en los mítines, en las declaraciones que quieren poner un nombre que convierta en bonito lo que es casi abominable y esa es, quizá, la parte del lenguaje que más me conmueve, porque en esos casos es utilizado sin perdón y argumentando, e incluso justificando con él, la barbarie ya sea ecológica, paisajística, xenófoba, racista, machista... Por eso es muy importante nombrar bien a las cosas y no dejar que discursos de rulo desperezándose nos retornen a años oscuros o nos quieran hacer ver pasaje donde solo habita el acero y no se nombra al progreso.

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