Realmente, conseguir que el sistema público de pensiones español sea sostenible en el tiempo es casi como pretender la cuadratura del círculo.

Partamos de la base de que -afortunadamente- la esperanza de vida va aumentando (en la actualidad, en España está en 83 años) y de que el índice de natalidad está disminuyendo (el índice de fecundidad es de 1,19 hijos por mujer). Ello significa que, de seguir todo más o menos como ahora, se va a ir incrementando el número de personas con derecho a pensión y, además, ésta se va a percibir durante más tiempo (unos 18 años, con los datos actuales, pues la edad media de jubilación está en 64,8 años); y a la vez, la cantidad de personas en edad de trabajar va a ir disminuyendo (a menos que se produzca una importante incorporación de trabajadores llegados de otros países, claro). En grandes cifras, actualmente hay en España un poco de más de 9 millones de pensionistas, siendo algo superior a 20 millones el número de trabajadores que cotizan a la Seguridad Social (de lo que resultan 2,2 trabajadores por cotizante).

Esos datos y la evolución seguida hasta ahora indican que los recursos económicos necesarios para el pago de las pensiones van a ir en aumento (actualmente, representan aproximadamente el 12% del PIB), mientras los ingresos irían disminuyendo, lo que haría preciso detraer recursos de otras partidas del presupuesto público, ya de por sí deficitario y difícil de cuadrar.

Recientemente se ha publicado el Real Decreto-Ley 2/2023, de 16 de marzo, de medidas urgentes para la ampliación de derechos de los pensionistas, la reducción de la brecha de género y el establecimiento de un nuevo marco de sostenibilidad del sistema público de pensiones, que pretende, entre otros aspectos, que el sistema pueda sostenerse en el tiempo (en el corto, medio y largo plazo, señala el propio RDL). Esas medidas responden, también, a las exigencias de la Unión Europea a la hora de transferir fondos previstos en el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia aprobado por el Gobierno español.

Mediante esta norma, que ha de someterse a la ratificación del Congreso de los Diputados, se van a ver incrementadas determinadas cotizaciones y aportaciones, con el fin de allegar más recursos con los que hacer frente al incremento del gasto derivado de las circunstancias a que antes aludíamos, y también se redefinen los años de cotización para el cálculo de la pensión. Pero la cuestión tiene difícil solución, puesto que, si se aumenta la edad de jubilación (para, así, estar cotizando durante más años y cobrando pensión menor tiempo), se está afectando, a la vez, a la posibilidad de los jóvenes para incorporarse al mercado de trabajo, lo que dificultaría el acceso de éstos, en su momento, a su derecho a pensión. Por ello, probablemente, la solución que ha elegido el Gobierno va más en la línea de tratar que sean los perceptores de salarios más altos quienes deban asumir unos mayores costes, que generen esos ingresos superiores a lo largo del tiempo. Sin alterar la edad ordinaria de jubilación, que se va a ir incrementando hasta los 67 años, al acabar el año 2027.

La incógnita radica en ver si esas medidas van a ser suficientes, en la práctica y a la vista de la realidad económico-social tan cambiante, para hacer posible que se mantenga el sistema con las características actuales, tanto en cuanto a la generación del derecho a pensión, como respecto a su actualización anual, de forma que no se vaya perdiendo poder adquisitivo. No es tarea fácil, pero no cabe tampoco, permanecer inactivo, sin resolver nada, puesto que la realidad exige la adopción de medidas para hacer sostenible el sistema. Esperemos que el tiempo demuestre que fueron acertadas.