Cuando nació la filosofía, ésta intentó comprender el mundo. Con el paso de los siglos, los filósofos se dieron cuenta de que el mundo es como lo pensamos, de modo que lo importante pasó a ser comprender cómo funciona nuestra mente, productora de pensamientos. Tiempo después, la filosofía alcanzó un tercer nivel, cuando atisbó que nuestros pensamientos están lingüísticamente construidos, de modo que pensar el mundo es, en realidad, hablarlo. Ahí la filosofía se tornó analítica, y la precisión lingüística alcanzó una importancia que trascendía las viejas —y casi estériles— querellas nominalistas del pasado. No en vano Juan Ramón Jiménez nos regaló aquel maravilloso verso que reza «Intelijencia, ¡dame el nombre exacto de las cosas!». Ahora el análisis lingüístico puro está siendo matizado por las últimas aportaciones de la neurociencia, pero esa es otra historia. El rigor en el uso del lenguaje sigue siendo importante, tanto para el desarrollo científico como para el esbozo de proyectos sociales.

Quizá por eso me molesta tanto que se use con frivolidad la palabra ‘patriarcado’. Veamos. La antropología estructuralista nos enseñó que el patriarcado fue una aportación propia de sociedades gentilicias en descomposición (para facilitar la comprensión del término, pensemos en la transición del Paleolítico al Neolítico) nacido para garantizar la ausencia de abuso sexual por parte de los parientes de la futura esposa, es decir, para crear y reforzar el tabú del incesto. Sí, explicado así suena extraño, incluso escandaloso, pero parece que en bastantes contextos históricos era relativamente habitual que los parientes masculinos —padres, tíos, hermanos y primos mayores— de las mujeres las violaran sistemáticamente a partir de su pubertad —e incluso antes—. Así, institucionalizar la garantía de la virginidad de la mujer antes de la boda era no sólo una prueba de la calidad del producto para el novio —ésta es la parte que nos repugna moralmente hoy en día—, sino también una cláusula de seguridad para la novia de no ser sexualmente agredida en el seno familiar antes de sus nupcias, al menos por vía vaginal —ésta es la parte que en su momento constituyó un avance, por muy duro que hoy en día pueda parecernos—.

Sea como fuere, y dejando de lado valoraciones morales de carácter anacrónico, el hecho es que el patriarcado es una institución premoderna por la que la mujer es concebida como una propiedad masculina que cambia de manos: es cedida por el custodio original —su padre o su hermano— al usufructuario final —su esposo—, con la condición de que no esté ‘estropeada’ o ‘minusvalorada’ por un uso —abuso— previo. La institución nace en el tránsito de las sociedades tribales en descomposición a las formaciones sociales más complejas en las que la propiedad, las jerarquías y algo parecido a un Estado o protoestado ya están, también, institucionalizadas y, con algunos cambios, se mantiene hasta los albores del mundo contemporáneo, esto es, hasta el nacimiento de los Estados liberales.

Ruego al lector remarque dos elementos clave que he señalado en el párrafo anterior: el primero, es que el patriarcado es una institución, esto es, que está jurídicamente definido. El segundo, es que el patriarcado es incompatible con el liberalismo, pues el Estado liberal tiene como horizonte histórico la supresión de toda discriminación jurídica, ya que sólo se perfecciona cuando todos sus ciudadanos son iguales ante la ley. Como todo producto histórico, el Estado liberal nació aún muy tiznado de trazas de la época anterior, a la que venía a sustituir —el Antiguo Régimen—, cosa que explica que en sus primeras fases conviviera con instituciones iliberales como la esclavitud, el sufragio censitario o la discriminación legal de la mujer. Pero una a una, las barreras fueron cayendo y, hacia el último tercio del siglo XX, y después de más de dos siglos de evolución, en la inmensa mayoría de países democráticos no quedaba ni rastro de discriminación jurídica, y todos sus ciudadanos gozaban de plenitud de derechos en régimen de perfecta igualdad ante la ley, excepto en lo referente al cumplimiento del servicio militar obligatorio. En resumen, en las sociedades abiertas, el patriarcado ha desaparecido hace décadas. De hecho, de él sólo queda la estúpida tradición de la pérdida del apellido de la mujer al contraer matrimonio. Y en España, ni eso. Mejor que mejor.

Entonces, ¿esto significa que la discriminación por sexo que denuncia el feminismo es falsa? ¿Tienen razón quienes afirman que todo lo que está ocurriendo hoy en día en relación al movimiento feminista es pura misandria vindicativa apenas disimulada, y que el feminismo de tercera ola ha abierto un frente de guerra donde hace sólo veinte o treinta años reinaba la paz social? Yo no diría tanto. Es evidente que el trabajo no ha terminado. Es evidente que la plena igualdad aún queda lejos. Y no estoy hablando de igualdad de resultados, que es una quimera culturalista propia del idealismo alemán que no me interesa en absoluto, sino de igualdad de trato y oportunidades, es decir, de igualdad real y realista.

Lo que ocurre es que, muerto el patriarcado, lo que resta de él es su pervivencia en la cultura. Las viejas instituciones tienden a dejar trazas ideológicas mucho tiempo después de su muerte. Ello explicaría, por ejemplo, que la prensa rosa siga interesándose por si determinado personaje pseudofamoso tiene o deja de tener tal o cual título nobiliario, aunque la noción de privilegio aristocrático ya no tenga vigencia alguna. Y dicha pervivencia del patriarcado en la cultura tiene un nombre: machismo. Es la inercia, el aroma, la tradición del fenecido patriarcado, quien molesta, pero no el cadáver en sí mismo. En mi opinión, el mérito del feminismo de tercera generación es habernos despertado a muchos, entre quienes me cuento, del sueño de nuestra autocomplacencia, recordándonos que el monstruo sigue dando sus últimas bocanadas y que debe ser derrotado de una vez por todas, a pesar de todo lo conseguido hasta la fecha que, por cierto, no es poco.

Su demérito, en cambio, ha sido errar el diagnóstico, llamando patriarcado a lo que sólo es su pervivencia cultural. Con un mal diagnóstico, han llegado malos tratamientos: se ha puesto bajo sospecha al Estado liberal como coautor del crimen —ya he explicado que la realidad histórica es justo la contraria—, y se han propuesto como remedio una serie de «discriminaciones inversas» —con el nombre cambiado, primero dijeron «discriminaciones positivas» pero, como seguía quedando feo (porque lo es), se sacaron el conejo de la chistera de las «acciones positivas», que sigue siendo una mierda discriminatoria, pero disfrazada con eufemismo— que son una traición al principio fundacional de nuestras democracias, además de una innecesaria fuente de conflictos autodisolventes. Además, y deslizándose por la pendiente resbaladiza de lo intelectualmente grotesco, determinados personajes y organizaciones liberticidas llenos de odio y vacíos de ideas llegan a afirmar, incluso, que capitalismo y patriarcado son aliados, que forman una ‘estructura’ coherente de poder y opresión, y que se debe luchar en paralelo contra ambos a la vez.

No. Error. Mal. Cero en Historia.

El liberalismo y su propuesta igualitaria no es parte del problema, sino de la solución. Un desequilibrio jamás se corregirá generando un desequilibrio inverso, ni traicionando el principio de igualdad jurídica e igualdad de oportunidades. Si el liberalismo barrió el patriarcado, la supresión de su hedor, de su consecuencia histórica, de su escoria remanente, no se conseguirá jamás debilitando a la heroína de esta historia, que es la democracia liberal, sino reforzándola. El feminismo no debería ser un caballo de Troya dispuesto a socavar la convivencia democrática, sino una herramienta para afirmarla. Necesitamos más democracia, y no menos, porque la cultura democrática es alérgica al sexismo, y en general a toda forma de discriminación. Porque no es patriarcado. Es machismo.