Como concepto, el vocablo deporte suele ser sinónimo de salud, o esa es la acepción que suele acompañar a la expresión ejercicio físico controlado y sin más pretensiones que dotar al individuo que lo ejecuta de todo el bienestar que sea capaz de aprovechar. Pero el mens sana in corpore sano, del poeta latino de finales del siglo I y principios del II, ha llegado hasta nosotros a través de los tiempos como una letanía que repetimos fielmente pero que somos incapaces de interpretar, o lo hacemos barajando las constantes de su discurso como si fuesen variables, es decir, manipulándolas a nuestro antojo.

Cabe pues hablar de deporte tal y como la Educación Social entiende, es decir, como una poderosa herramienta de socialización que bien llevada entronca con unos valores que, de facto, debieran gobernar los comportamientos y actitudes de una sociedad justa y solidaria, pero sobre todo y más importante por entero capaz de tutelarse a sí misma. Nada que ver, si se me permite mencionarlo, con ese cajón de sastre al uso que mueve masas, egos y millones de euros, y en donde la fractura entre urbanidad y sujeto pasivo se hace todavía más evidente tras un nuevo altercado. Porque lo que se conoce como deporte de competición, no es deporte, no al menos en el sentido –si se quiere- más quijotesco de la palabra. No cabe referirse a una cultura de la rivalidad fuera de los turbios matices que el propio término evoca. De ahí que carezca de todo sentido, como plantea Melchor Gutiérrez Sanmartín del departamento de Psicología Evolutiva de la Universidad de Valencia, promocionar un deporte para niños y niñas basado en el modelo competitivo.

La concepción que se me antoja a mí de ejercicio físico, aquella actividad que divierte y proporciona a su vez una inyección de vitalidad, no se parece en nada a la que embrutece tanto al individuo que lo practica como al que lo contempla; lo cual, dicho sea de paso, contradice toda interpretación dicotómica del término.

De cualquier modo, ya sea gestionado por la empresa privada como por la administración pública es igual de reprobable, aunque cabe matizar que quizá la tecnocracia, que acostumbra a administrar Deportes como si se tratase de un prosaico fondo de inversión no lo ennoblece, sino bien al contrario. Que la Educación Física es un valor que procura dividendos a corto y medio plazo, a pocos les sorprende que venga registrado de serie en el código genético de todo aquel que se consagra profesionalmente a la política, utilizándola de manera deliberada y harto frecuente como reclamo para captar el interés del censo electoral hacia una opción determinada. En un proceso visceral como puede llegar a ser ese, el deporte no cumple con su función primordial, sino que acaba convirtiéndose en una pieza más del entramado propagandístico de los partidos, que hacen de aquella una fecunda herramienta de sugestión. De ahí que el técnico que trabaja para un ente público, en el ámbito concreto que nos ocupa, debe guardarse muy mucho de dejarse seducir por los cantos de sirena de una dinámica torticera que lo único que busca es el rédito electoral a toda costa.

El profesional de la Educación Social no tiene, en el ámbito del deporte, un espacio en exceso propicio donde desarrollar la profesión que vocacionalmente ha escogido, por delante de cualquier otra; pero eso, si se me apura, pasa con todo. La educación, reflexiona el filósofo francés Louis Not, ha sido objeto no sólo de estudio sino también de críticas a lo largo de la historia de la humanidad. El educador, como en cualquier caso sería de suponer, ocupa un lugar preeminente en la mayoría de ellas; no en vano, su presencia en el proceso no puede ser más significativa.

No queda claro sin embargo cuál es su papel, si el de artesano que maneja el barro y lo moldea hasta convertirlo en el ciudadano que la sociedad ansía de todos sus miembros, o sólo de facilitador de ese proceso. Not, tampoco parece encontrar diferencias irreconciliables entre poner en práctica los medios oportunos, bien para transformar al individuo, bien para permitirle transformarse a sí mismo. Porque educar, sugiere Daniel Anaya, no es otra cosa que ayudar a aprender. Y, en cualquier caso, como asegura el impulsor de la enseñanza dialogante, lo que está claro es que la responsabilidad de que ello sea posible corre a cargo del educador.

Para llevar a cabo esa importante labor que la sociedad ha puesto en sus manos, no lo olvidemos, con la total y absoluta confianza de que la profesión hará todo lo humanamente posible para que aquella llegue a buen puerto, el educador no debe dudar en adoptar las medidas y/u ordenar los planes necesarios para que así sea; sin dejar de lado, claro está, a las administraciones, colegios profesionales y otros estamentos implicados, sin cuya inestimable ayuda difícilmente se puede alcanzar el objetivo común de persuadir a la sociedad acerca de las posibilidades que un entorno amable, ya sea en el ámbito deportivo o en cualquier otro, otorga a quien lo experimenta la posibilidad de granjearse la consideración ajena, sin la cual la perspectiva de aislamiento social estaría todavía más cerca de hacerse realidad.

Respeto, tolerancia e integridad son los valores cardinales que nos ayudarán a solapar la aparición de aquellos prejuicios que tienden a generar discriminación, maltrato y violencia. Son valores que, en palabras de Levi-Strauss, podemos encontrar en el deporte, un universal cultural con entidad propia que todas las sociedades humanas entienden y consideran. Sin su ayuda y aceptación, sucumbir a la extemporaneidad del individualismo, con ideas cerradas sobre la superación, se convierte en una amenaza constante; puesto que no existe una cultura de la competición, sin capitular a los matices que el propio término evoca.