Es evidente que, de la cuestión de la mujer, hay que hablar cada día del año, y no los días marcados en el calendario. En los países democráticos, la lacra de la violencia de género y la discriminación que se mantiene con persistencia en todos los estamentos sociales obliga a una alerta diaria y a una revisión constante de las leyes que lo combaten. Y fuera de la democracia, la situación de la mujer en dictadura, especialmente allí donde se aplica la sharía, se convierte en un tenaza misógina que destruye todos sus derechos y la ahoga hasta extremos impensables. De manera que serán bienvenidos todos los artículos, debates, reportajes, etcétera, que teñirán el 8 de marzo, un año más, de lucha en favor de una sociedad libre de discriminación y desigualdad.

Pero, más allá del listado reivindicativo de estos días, quizá sería necesario también encontrar espacio para la reflexión crítica, especialmente respecto a algunas decisiones políticas que, bajo la bandera del feminismo, han provocado daños colaterales, y los anticuerpos sociales consecuentes. De entrada, el primer daño al feminismo radica en la patrimonialización de esta bandera por parte de determinada izquierda, que monopoliza la causa como si fuera su territorio particular, y la usa para sus intereses de partido.

Este monopolio ideológico del feminismo, que reduce la transversalidad de la causa, contamina el debate y, además, como ya se ha visto con la ley del solo sí es sí, puede generar precipitaciones torpes que hacen más mal que bien a la causa. Podemos tiene tanta urgencia por tener marca propia, y por demostrar un nivel de pureza ideológica por encima del resto, que ha sido responsable de un grave daño a las mismas mujeres que pretendía proteger. Y lo peor es que, en estos momentos, todavía no ha admitido la magnitud de su error. La causa de la mujer no puede ser una pancarta apresurada, ni un lema exclusivo, ni un panfleto de propaganda electoral, porque el abuso ideológico tiende a minorizar la causa y alejarla de los sectores sociales a los que debería convencer. Dicho de otra manera, la torpeza de la ministra Montero ha sido una munición de gran calibre para los discursos negacionistas de la extrema derecha y para el resurgimiento de un relato protomachista que tímidamente va asomando la cabeza.

Al mismo tiempo, tampoco ayuda la imposición de determinados cambios legales, en temas muy sensibles, que nuevamente forman parte de la pancarta progresista, pero que necesitarían más finezza a la hora de implementarlos. Me refiero a otra ley que ha levantado polvareda, la ley trans, algunos maximalismos de la cual son muy difíciles de asimilar para una mayoría social. Sobra decir que la ley era absolutamente necesaria, porque los derechos de las personas trans se han vulnerado secularmente, convertidas en el último eslabón de la lucha por los derechos civiles del colectivo LGTB. Y hay que aplaudir la prohibición de las inaceptables «terapias de conversión», impropias de cualquier sociedad decente. Pero si bien la ley avanza derechos fundamentales, algunos de sus aspectos, vinculados a los preadolescentes y adolescentes, son mucho más que cuestionables, y no por cuestiones morales o ideológicas, sino porque el debate es complejo y está abierto.

Cambiar de sexo y hacerlo en edad preadolescente, con 12 o 13 años, cuando se viven las angustias y las crisis de identidad propias del crecimiento, es una cuestión enormemente delicada que no se debería imponer por la vía de la picota ideológica. Además, la alegría con la que se borra a los padres de la ecuación, como si a estas edades los hijos estuvieran totalmente formados, también es un exceso que tendría que merecer un debate más serio y complejo. Al final, cuando se trata de niños, hay que ser muy prudente con cómo se implementan los dogmas ideológicos, y si no entonces quizá se hacen más estropicios que los que se quieren resolver. Cambiar de sexo no es una frivolidad, y, aun así, se ha frivolizado mucho el debate político, algo que da munición, nuevamente, a los contrarios a los derechos civiles.

Finalmente, una cuestión nada menor: la causa de la mujer no es una lucha contra el hombre, pero demasiado a menudo se plantea en términos de confrontación, y este es un error de bulto. Tampoco aquí ayuda la patrimonialización partidista, porque o la causa de la mujer es transversal, o es un simple dogma ideológico embrutecido por la guerra política.