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Matías Vallés

La utilidad pública de censurar a Roald Dahl

Gracias Le sean dadas, porque todos los genios literarios de colon irritable andaban leyendo a Roald Dahl cuando se cometió el crimen de censurar sus historias, así que entre tuit y tuit han podido exigir el respeto a la libertad de expresión con conocimiento de causa. En realidad, infantilizar todavía más los textos del autor galés es indispensable, para adiestrar a los jóvenes lectores en las amputaciones literarias a cargo de los novelistas contemporáneos.

A nadie se le ocurriría podar el texto de un escritor consagrado, porque les sobran recursos para autocensurarse antes de someter sus creaciones a escrutinio. El equivalente a las menciones irreverentes del cascarrabias Dahl sería analizar descarnadamente a bancos, grandes almacenes con nombre y apellidos o asfixiantes colosos de la distribución como Amazon. En efecto, ningún maestro de la literatura considera imprescindible zaherir a estos benefactores, mientras se enreda con el árbol genealógico de su insignificante familia. Abundan quienes todavía se sienten heroicos al disertar sobre la Guerra Civil.

Debe reivindicarse la utilidad pública de censurar a Dahl, por mucho que estemos convencidos de que ninguno de los escandalizados escritores españoles ha renunciado jamás a una coma por consejo de sus editores. Su literatura es un flujo automático, una corriente irrespetuosa que arrasa con los caminos trillados. La inmensa mayoría no descarta arriesgar su libertad, a cambio de preservar la pureza literaria. En efecto, estamos exagerando. La célebre pregunta sobre por qué encarcela España a sus raperos, omite añadir la ausencia de literatos entre rejas. Y ningún tribunal aplica un criterio de calidad artística en sus condenas.

Dahl publicó sus Gremlins con Walt Disney, cuesta imaginar mayor corrupción. Algunas de las enmiendas en los libros ingleses de Puffin se llevaron a cabo en vida del autor insobornable, aunque siempre le agradeceremos la historia en que una mujer mata a su marido con una pierna de cordero congelada, que le sirve cocinada al policía que investiga el asesinato. El Charlie de la fábrica de chocolate está inspirado en la visita de Dante al Inferno, toma imitación. El problema como siempre está en Salman Rushdie, autor de la primera denuncia del maquillaje póstumo de Dahl sin advertir que todos los escritores autocomplacientes aspiran a equipararse al mártir a pedazos.

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