La salud mental de los niños y adolescentes se ha convertido en un problema de primer orden en nuestra sociedad. Que los suicidios sean la primera causa de muerte en los jóvenes de 15 a 29 años o que los colegios de Balears detecten cada día dos casos de estudiantes en riesgo de autolesión son mucho más que números, son dramas humanos de criaturas que sufren y apelan a la responsabilidad colectiva para afrontar el reto de generar un horizonte de esperanza para las nuevas generaciones. Los indicadores ofrecen señales inequívocas, desde el aumento de suicidios y tentativas de quitarse la vida hasta el crecimiento exponencial de la ansiedad, la depresión, los trastornos alimentarios, las adicciones y los desórdenes del comportamiento en edades tempranas, que hacen pensar que no nos encontramos sólo ante un afloramiento de esta realidad por una mayor alerta y sensibilidad, sino que late un malestar profundo de base, de modelo de sociedad.

Los niños y adolescentes son más vulnerables a los confinamientos y restricciones de las relaciones sociales, tan fundamentales en esa etapa de la vida para el proceso de aprendizaje y maduración. El aislamiento obligado por la covid ha hecho especial mella en ellos, aunque muchas de las vulnerabilidades y conflictos ya venían emergiendo tiempo atrás por múltiples factores, como la erosión de las expectativas de futuro, la presión de modelos estéticos, los comportamientos incívicos y agresivos amplificados en redes sociales, la hostilidad hacia el diferente, la falta de escucha y acompañamiento en la familia o en la escuela, entre otros. Hay múltiples factores que exigen respuestas variadas, fundamentadas en el conocimiento y alejadas del simplismo. Aunque en Balears se han incrementado presupuestos y se han puesto en marcha iniciativas tan efectivas como Convivèxit que han ayudado a atajar y reconducir situaciones de riesgo, muchas familias se sienten superadas y los centros educativos y los servicios de atención mental se ven desbordados para atender una auténtica emergencia, que exige recursos para la actuación inmediata y para la prevención, tan importante.

El tránsito de la niñez a la vida adulta implica asumir cambios. El malestar de los adolescentes es una etapa compleja que atraviesa todo ser humano. Las autolesiones son una forma de llamar la atención, una manera de liberar la tensión y el sufrimiento, son una forma de pedir auxilio. A los adolescentes no hay que sobreprotegerles ni ahorrarles esfuerzos. Deben aprender a disfrutar de la vida, pero también a resolver conflictos, a gestionar la frustración en el tiempo que les ha tocado vivir. Para ayudarles a gozar de una vida plena, hay que enseñarles también a asumir responsabilidades, eso sí, con acompañamiento afectivo. Lo que sostiene el espíritu humano y hace llevadera la existencia es estar inmerso en una red de relaciones afectivas satisfactorias, tanto en la familia, como en la escuela, o en la plaza. Resulta fundamental dar apoyo a los clubs deportivos, de esplai y a entidades socioculturales que ofrecen alternativas de ocio saludables y enriquecedoras. Lo peor que puede pasar es sufrir solo.