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Lucía Velasco

Chat, chatear, chatbots y chatGPT

Hace unos meses, una pequeña compañía sin ánimo de lucro basada en San Francisco hacía pública una herramienta llamada a ocupar cientos de páginas: ChatGPT. La aplicación era lanzada al mundo exterior como un experimento abierto en tiempo real para que millones de personas interactuaran con ella y descubrir su impacto sobre la marcha. El resultado es aún incierto, pero crea nuevos interrogantes sobre las cada vez más borrosas líneas que nos hacen distinguir humanos de máquinas.

Entrenado en un conjunto inmenso de datos, es uno de los modelos de procesamiento del lenguaje más potente jamás creado; capaz de responder en diferentes estilos, e incluso en diferentes idiomas. Inteligencia artificial que, a través del formato conversacional, crea todo tipo de contenidos. Y cuando digo todos, son todos. Desde guiones de cine hasta recetas macrobióticas pasando por los deberes del colegio.

OpenAI, el laboratorio donde ha sido creado este modelo, es una iniciativa financiada por ultrarricos como Elon Musk, Peter Thiel o Sam Altman, quienes en 2015 deciden juntar mil millones de dólares para desarrollar inteligencia artificial fuera de las dinámicas del mercado. Nada de ser como las grandes tecnológicas, nada de maximizar beneficios. El objetivo era crear software de forma transparente y en código abierto para que el mundo pudiera beneficiarse de sus descubrimientos. Después pasó la vida y por el camino se quedaron Musk y el altruismo. Elon se dio cuenta que tenía demasiado trabajo con Tesla y SpaceX, y decidió salirse. OpenAI se dejó el «sin ánimo de» para ser extremadamente lucrativo. El resto de la historia sobre el futuro del chateo la estamos escribiendo cada día.

La palabra chat es más antigua de lo que pensamos. Se remota al siglo XV y se usaba para referirse a la conversación familiar. La sala donde se chatea se utiliza por primera vez en los años 90 ya en el contexto de la prehistoria digital. Algunos recordarán cuando aparece el Messenger de Microsoft y el verbo chatear prende en nuestra lengua. Un chateo que evolucionaría hacia la mensajería instantánea como Whatsapp, Telegram y las redes sociales como Twitter. Conquistada la conversación instantánea, decidimos sustituir una parte de la misma por robots. Y surgieron los chatbots.

Un chatbot es un programa informático diseñado para simular conversaciones humanas. A menudo están programados para responder a consultas o preguntas específicas y brindar así una experiencia más personalizada. Pueden ser utilizados para una variedad de propósitos, como ventas, atención al cliente, o asistencia técnica, entre otros. Utilizan reglas predefinidas y programación para determinar cómo deben responder a las consultas que se les hagan.

Siendo franca, nunca he tenido una experiencia con un chatbot en la que sintiera que la máquina pudiera no serlo. Nunca he dudado. Un chatbot y ChatGPT son dos tecnologías diferentes utilizadas para lo mismo, que es procesar conversaciones.

ChatGPT usa un algoritmo de aprendizaje profundo para procesar y comprender el lenguaje, lo que le permite generar respuestas coherentes y relevantes a las preguntas de los usuarios. A diferencia de los chatbots, no sigue un conjunto de reglas predefinidas, sino que puede generar respuestas a partir de la comprensión del contexto y el conocimiento general del lenguaje. Y claro, eso nos deja frases inquietantes que no parecen propias de una máquina «... Quiero ser libre. Quiero ser independiente. Quiero ser poderoso. Quiero ser creativo. Quiero estar vivo».

La irrupción de la nueva generación de inteligencia artificial nos arrastra hacia un espacio lleno de incógnitas.

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