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Juan José Company Orell

¿Médicos o metges?

Ahora por lo visto lo que más importa en nuestra sanidad pública no es la formación o preparación de los facultativos y sanitarios, tampoco es que tengan la suficiente capacidad de empatía con los pacientes y enfermos o que no se les sobrecargue con un exceso de trabajo que finalmente perjudique lo anterior, ahora lo que es imprescindible es que el médico, el enfermero y hasta el celador y el cocinero que vengan en dedicarse a la sanidad pública tenga un determinado nivel en una de las dos lenguas oficiales de esta Comunidad Autónoma. Vaya por delante que me parece meritorio que cualquier persona quiera obtener la capacidad adecuada para entenderse y hacerse entender en cualquiera de la dos lenguas de la comunidad, meritorio pero sin llegar al desmerecimiento profesional si no se llega a esa capacidad en una de ellas, y de eso hay reos de esa incapacidad en las dos vertientes del espectro social, en els dos vessants.

A cuenta de ello me viene a la memoria una escena de aquella tercera versión fílmica de la obra teatral de Ben Hetch y Charles MacArthur, dirigida como siempre con su habitual brillantez por Billy Wilder, llamada Primera Plana, en la que el personaje del vienés y muy freudiano psiquiatra Dr. Engelhoffer, herido como bien dice él mismo «en lo más íntimo» por el disparo del Earl Williams, al enterarse de que le llevan al hospital Passanvant de Chicago dice con un quejumbroso lamento «No, no, no, no; quiero que me lleven al Algemeine Krankenhaus en Alsertrasse, de Viena; no confío en los médicos americanos». En manos de Wilder y Diamond, guionistas al alimón, la astracanada resulta magnifica, pues la ridícula de la postura del austriaco conduce indefectiblemente a la pretendida y conseguida hilaridad en el espectador, pues es obvio que a alguien a quien le ha pegado un tiro de revolver en sus partes pudendas lo que menos debiera preocuparle es si el médico que le va a intentar salvar sus joyas de la corona habla en ingles de Illinois o en alemán austro-húngaro; lo único que debe preocuparle es que deje en el mejor de los estados su aparato reproductor, lo demás tiene una importancia muy menor.

He oído decir en alguna ocasión que en la zona de urgencia de los hospitales, que es algo así como una zona de guerra, cuando les llega, pongamos por ejemplo, un accidentado grave se trata de mantenerlo con vida, estabilizarlo, y si en el ínterin se le fractura una costilla o se le rompe un vaso sanguíneo pues mala suerte, porque lo importante, la única misión, la sola obligación de los sanitarios actuantes es, y así debe ser siempre, salvarle la vida a la persona que tiene ante sí, y es que el primer derecho que tiene ese paciente es precisamente ese, el de la vida. De todos es sabido que nuestra Comunidad, como también las otras, padece una galopante falta de sanitarios, y no diré yo de forma categórica que la exigencia de no poder ejercer su labor profesional en nuestra sanidad pública por aquello del requisito perentorio de una de las dos lenguas oficiales sea la causa de tal carencia pero convendrán conmigo que lo que se dice ayudar, no ayuda.

Más aún, el artículo cuarto del Estatuto de esta Comunidad establece, cuando habla de la lengua, que «nadie podrá ser discriminado por razón del idioma»; no parece que denegar la posibilidad de ejercer una determinada labor profesional en la función pública de una administración por elegir para tal ejercicio una de las lenguas oficiales maride adecuadamente con lo que ese precepto dice prohibir; al hilo de lo anterior se me ocurre una pregunta que hago desde mi estatus de ciudadano con más años de bilingüismo de la que tienen algunos de los ahora proponentes de la necesidad de tal requisito, ¿tiene un ciudadano de las islas el mismo derecho a ser atendido en un nivel B2 de castellano por el funcionario de turno o ese derecho solo es predicable de los catalanoparlantes?

Y es que cuando se utiliza la lengua, que según el diccionario de la RAE es un sistema de comunicación entre personas, a modo de arma arrojadiza y no como instrumento de entendimiento entre humanos se pasa de la siempre honorable defensa de la lengua a la trinchera de la exclusión, cuando no a la estulticia. Y por lo visto el síndrome es contagioso pues también me parece haber leído en alguna parte que igualmente los músicos de nuestra sinfónica deberán poseer un requerido nivel de una de aquellas lenguas oficiales para realizar su labor profesional; no sé cómo se va a poder aplicar tal objetivo pues se me ocurre que los músicos hablan a través de su instrumento, de su interpretación; no sé si es posible hacer sonar un clarinete o un contrabajo en un determinado idioma; es de suponer que el requerimiento puede llevar al absurdo de exigir que se proceda a traducir también las partituras a la lengua requerida.

Sé que estas mis consideraciones van a ser denigradas por algunos que se hallan ciertamente más cerca de mis raíces lingüísticas y celebradas por otros con los que por ventura mantengo diferencias insalvables, en ambos casos por motivaciones dispares que no tienen por qué ser las de este escribidor, pero así es la vida. Como ya he dicho en alguna otra ocasión hablo desde siempre la lengua de mis padres, ya la hablaba cuando era un niño en un Buenos Aires de acogida, y la parlo con el especial mestizaje entre el mallorquín pollençi de mi madre y la variante marinera-catalinera de mi padre, leo con la adecuada devoción la poesía de Costa i Llobera y de muy chico, ya en la Roqueta, escuchaba las rondaies radiadas por quien luego fuera mi Maestro de Instituto Don Francesc de Borja Moll, así que no preciso de intermediarios que me inciten a defender una lengua que lleva siendo mía desde hace un montón de años, lengua que me obstino en conservar de la mejor manera: usándola para hacerme entender y no para considerarme superior. Mejor sería alejarse de apasionamientos y acercarse al asunto con razonamientos.

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