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Daniel Capó

LAS CUENTAS DE LA VIDA

Daniel Capó

Una memoria plural

Lo que más me interesó del concepto de memoria histórica en un principio, y que tan bien ha trabajado entre nosotros el profesor Manuel Reyes Mate, fue la posibilidad de que debilitase los discursos identitarios para ensanchar una conciencia común: esa memoria de la pasión –teorizada por el teólogo Johann Baptist Metz– que representa el auténtico bajo continuo de la humanidad. Es tan persistente el sufrimiento en el hombre, por más que lo pretendamos ocultar una y otra vez bajo capas de aparente normalidad o de circo –la «fronda festiva» de Virgilio–, que sorprende que no hayamos sido todavía capaces de encontrarnos unos y otros en medio del muladar de la historia para fundirnos en un gran abrazo. Raimon Obiols, con quien discrepo en tantos aspectos pero en quien reconozco a uno de los pocos políticos que ha pensado nuestro país, explicó en una ocasión algo que he podido comprobar a menudo: la subjetividad altera por completo nuestra percepción de la realidad, hasta el punto de que «los testimonios de un mismo hecho se recuerdan en versiones diametralmente opuestas». Por eso, a veces he escrito que más importante que conocer el origen de una idea es saber hacia dónde se dirige. Las ideas, por otro lado, son mutables (en ocasiones, como los cambios de régimen, estas transformaciones suceden a velocidad de vértigo) y se modifican de acuerdo con el espíritu de la época. Lo que ayer era aplaudido por la sociedad hoy te convierte en culpable.

Pero vuelvo a la memoria histórica y a su relación con la identidad. Su función no podía ser sino ponernos a la escucha de un dolor que clama desde una tradición distinta a la nuestra, de un relato ajeno a mi memoria pero real y digno de ser reivindicado. Sin embargo, esta escucha activa exige a su vez una réplica: mi verdad deber ser oída, no como una forma de equidistancia ni con la frialdad aséptica de un juicio ante el hipotético tribunal de la Historia, sino porque toda memoria es incompleta si no incluye una pluralidad de voces. Aquel viejo aforismo del moralista francés Joseph Joubert, según el cual es necesario que haya varias voces juntas en una voz para que esta sea verdadera, sigue siendo tan vigente hoy como cuando lo escribió su autor.

Por supuesto, la memoria no es más que una forma de acercarnos a la realidad, de interpretarla. Y por ello da forma también a nuestras emociones, las educa en un sentido o en otro. De ahí el riesgo de confundir la memoria histórica con la ingeniería social o de utilizarla al servicio de las identidades y del enfrentamiento entre ellas. Porque lo contrario de la memoria plural es un relato que sólo se ponga al servicio de una determinada visión de la historia y que se convierta por tanto en un diálogo de sordos, en el que cada uno sólo se escucha a sí mismo, sin dejarse sorprender ni poner en duda. Cuando uno se encierra en su propio dolor y el otro también lo hace, entonces la ira y el rencor crecen, y el foso ideológico se ensancha imposibilitando, o al menos dificultando sobremanera, la ciudadanía común.

Frente al olvido interesado, la memoria histórica es una condición necesaria de la democracia y también de la justicia. Lo cual supone no dejar atrás a nadie, sino incluir las diferentes tradiciones que conviven en la sociedad. Porque sólo el reconocimiento de la pluralidad nos permitirá entender el miedo y la angustia de aquel que es distinto a mí.

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