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Miqui Otero

No existe un solo cine rural

‘As bestas’ y ‘Alcarràs’ afrontan lo que quieren contar desde tradiciones dispares y tonos casi antónimos

Cuando la pandemia nos encerró en casa, bastaron dos días para que nos pusiéramos a hornear pan casero, comprar compulsivamente papel higiénico y hacer manualidades (castillos con cajas de la fruta y dragones con hueveras) de cartón. ¿Pero es que no teníamos Netflix? Sí, pero también teníamos otra cosa: miedo.

Creo, pasado el tiempo, que aquello fue un impulso inconsciente ante la incertidumbre: si ese apocalipsis casi súbito eliminaba la idea de futuro, volveríamos al pasado. O, en otras palabras, aunque estuviéramos en un pequeño piso de Barcelona, nos entregaríamos a una especie de simulacro ingenuo de autoabastecimiento y de regreso a la cabaña. De hecho, se podían escuchar por el patio de luces conversaciones de gente que se planteaba mudarse a un pueblo (en mi edificio lo hicieron unos cuantos vecinos).

Pandemia y Goya

Teniendo en cuenta que el proceso de gestación de una película puede rondar los tres años, no me extraña que muchas de las grandes películas (la enorme calidad de este año era insólita) de los Goya sucedan en un entorno rural. No veo oportunismo, ni siquiera una moda pasajera, sino la consecuencia de cosas como un problema infame con el precio de la vivienda urbana, la inestabilidad laboral y la edad de unos creadores que en busca de algo permanente (queriendo atrapar algo no tan acelerado) vuelven su mirada hacia las aldeas de las que salieron sus padres o abuelos (eso cuando el creador no ha vivido siempre en lo rural, cosa que por fin también empieza a pasar, sobre todo en poesía y novela).

De hecho, y aunque al menos otras cuatro circulan por senderos similares, las dos que partían como favoritas de este año comparten entorno, tema y hasta premisa narrativa. Pero afrontan lo que quieren contar desde tradiciones dispares y tonos casi antónimos y, de hecho, incluso la maldad cambia de bando. En Alcarràs, la familia de pagesos lleidatans que recogen melocotón tiene, aun con sus problemas de machismo, la dignidad casi heroica de quien quiere resistir al brío idiota del progreso: se oponen a la instalación de las placas solares. En cambio, en As Bestas, los oriundos de la aldea gallega defienden cerrilmente lo contrario: que sí se instalen unos molinos eólicos (enfrentándose a una pareja francesa, portadora de la Ilustración).

Se habla, en ambas, de ese momento de transición (y no solo energética) pero con estéticas muy distintas (habrá quien diga que demasiado embellecedora la de Alcarràs y quien afirme que injusta y prejuiciosamente brutal la de As Bestas, aunque yo opine a) que estamos ante dos obras maestras y b) que ninguna ficción debería soportar el peso de representar justamente algo, sino de plantearlo desde el conflicto).

Yo soy un tipo muy de ciudad, de esos que se ponen chirucas hasta para ir a la Ciutadella y que en cuanto ven un árbol un poco grande y ningún semáforo a la vista amenazan con bajarse la bragueta para aliviarse. Algo así como un pixapins, sí, aunque también es cierto que llevo toda mi vida pasando muchas semanas al año en la aldea de la que emigraron mis padres. El año pasado tuve la suerte de compartir la grabación de una serie con la escritora María Sánchez, que se ocupa en su poesía y narrativa de estos temas, y aprendí mucho. En una de las entrevistas que ella hizo, Bernardo Atxaga dijo: «Hay tantas historias en mi pueblo como en Nueva York». Y es cierto.

Incluso la misma escena se puede contar de modo que parezcan dos. Incluso una brizna de hierba es un mundo según quien la piense.

Pondré este ejemplo. Si lo hace Frank O’Hara, poeta urbanísimo del frenético Nueva York de los primeros 60: «Yo ni siquiera puedo disfrutar de una brizna de hierba si no sé que hay una parada de metro cerca o una tienda de discos o algún otro signo de que la gente no lamenta por completo la vida». Si lo hace Walt Whitman, el poeta decimonónico del pueblo, en Una brizna de hierba: «Y que la articulación más pequeña de mi mano, / avergüenza a las máquinas, / y que la vaca que pasta, con su cabeza gacha, / supera todas las estatuas, / y que un ratón es milagro suficiente, / como para hacer dudar, / a seis trillones de infieles».

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