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Norberto Alcover

en aquel tiempo

Norberto Alcover

Memoria de Carlos y memoria de Agustí

Cuando retorné de Italia, tras dos años de estudios en el Centro del Espectáculo, mi desconexión del cine español era llamativa. Alguna cosa había visto en Milán, pero sin relevancia, salvo los filmes más sustantivos de Luis Buñuel, y poca cosa más. Sin embargo, se hablaba ya en círculos cinematográficos, eso sí, de un joven autor, de nombre Carlos Saura, quien había entrado por la puerta grande con una película muy nuestra, de título La caza (1966). Cuando pude visionarla, me dejó estupefacto porque, de golpe y porrazo, el joven aragonés creaba una escenografía para un guion de hierro, y el tratamiento de nuestra guerra incivil se ponía sobre el tapete. Desde entonces, hasta hoy mismo, este hombre poco comunicativo, obsesionado con la fotografía y de plurales oficios, se convertiría en mi director de cabecera.

Más tarde, nada menos que en 1986, me di de bruces con otra obra magistral, también de otro joven cineasta. Se trataba de Tras el Cristal, del mallorquín Agustí Villaronga. Si La caza nos instruía sobre la crueldad de nuestra memoria, Tras el cristal daba un salto en profundidad y nos colocaba angustiosamente ante el mal en cuanto mal, de tal manera que salí de la sala angustiado y descolocado. También en este caso, Villaronga, a quien había conocido en Montesión, se integró en mis preferencias fílmicas y siempre lo he seguido como propio y cercano. Al cabo, Pa negre (2010) volvería a recuperar ese cine de la crueldad, y en este caso en torno a la posguerra incivil.

En pocas semanas, tanto Villaronga como Saura nos han dejado. El silencio que había caído sobre Carlos, tras aquellos años fulgurantes entre el 70 y el 90, se ha vuelto aclamación universal hasta límites que avergüenzan: qué capacidad tenemos para recuperar a muchos maestros culturales ya cercanos a la muerte. No en vano, la víspera de recibir el Goya de Honor, marchaba a la gloria de todo tipo. Y nos dejaba un último regalo, que todavía no me ha llegado: Las paredes hablan, parece que una investigación sobre la naturaleza del arte desde el punto de vista de la base donde se desarrolla. Sin embargo, además de La caza, guardo en mi memoria otras tres películas magistrales: El jardín de las delicias (1970), Deprisa, deprisa (1980) y uno de los filmes más bellos jamás rodados, como es Sevillanas (1992). En 1991, junto a un compañero de la Revista Reseña, tuve ocasión de entrevistarlo y dos cosas sacamos en conclusión: su obsesión por la perfección y su fascinación por la música. Llevarlo a territorio solamente sociopolítico, me parece infravalorarle como creador, Saura es mucho más. Casi me atrevería a escribir que es el mayor realizador cinematográfico después de Luis Buñuel.

Villaronga, como hemos escrito arriba, es una persona absolutamente atormentada y siempre con un regusto por la crueldad y el mal en estado puro. Lo que no impide una pureza sustancial en su filmografía, sobre todo en esas miradas infantiles/juveniles que te golpean el corazón y no menos la consciencia. Tras el cristal inició una filmografía no muy extensa pero siempre de calidad tanto narrativa como estética. Me entusiasma su planificación, el uso del color y sobre todo una dirección de actores que me recuerda mucho a Elia Kazan, tan olvidado. Además de las dos películas ya citadas, sugiero la revisión de El mar (2000), un desarrollo estético impagable, y El testamento de Rosa (2015), una indagación de enorme belleza y hondura sobre el testamento vital de Rosa Novell injustamente olvidada. Siempre, absolutamente siempre e insisto en ello, una crueldad transida de hermosura, que nos comunica tanto amargura como serenidad. El misterio de Agustí Villaronga.

Saura tuvo su contrapeso nada menos que a Mario Camus, con esos Santos inocentes emblemáticos, además de firmas como Víctor Erice, Josefina Molina, Pilar Miró y Zulueta, entre otros, que conformaron una élite cinematográfica de evidente altura porque nos abrió a la modernidad. No en vano, en 1982, y ante la sorpresa de muchos, un tal Pedro Almodóvar nos lanzaba esa comedia dramática que es Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, que ya preconizaba ese fenómeno que hemos llamado posmodernidad, tan atractivo como delicuescente. Pero todo aquel cine te llenaba el alma y te obligaba a reflexionar sobre las virtudes y vicios humanos así como también sobre la atracción de la buena narración fílmica, que está en la base de todo gran cine. Parece que en estos momentos, el cine español recobra algo aquel pulso y nos hace presagiar tiempos esperanzados. Dentro de un orden, es decir, de los Productores.

En fin, Carlos Saura y Agustí Villaronga nos dejan un tanto huérfanos de un cine sólido, serio, pero sobre todo inundado de esa belleza que, cuando se da la mano con guiones valiosos, eleva al cine hasta paisajes que apenas logramos percibir. Es el misterio de la pantalla brillante, nunca sustituida por los actuales medios virtuales.

Y una pregunta final, pero que me intriga hasta el límite: ¿Por qué extraña razón un filme tan recomendable como Alcarrás, de Clara Simón, se ha marchado de los Goya sin una sola estatuilla? No llego a comprenderlo.

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