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Eduardo Jordà

¿Sexo o ajedrez?

Hace treinta años, Angela Carter publicó una antología de relatos populares protagonizados por mujeres (los Cuentos de hadas de Angela Carter, en su edición española). En estos cuentos pertenecientes a culturas de todo el mundo, narrados por mujeres y protagonizados por mujeres, el sexo -incluso el sexo más vulgar y escatológico- era una realidad tan presente como el sol y la luna y el fuego. Una mujer esquimal se complacía en exhibir un clítoris tan grande como una piel de zorro. Otra mujer esquimal recreaba a su novio ahogado restregándose grasa de ballena contra los genitales. Y en una leyenda africana, una mujer le pedía al joven discípulo de su marido -ahora de viaje- que entrara en su cabaña. «¿Para qué?», preguntaba el tímido muchacho. «¿Cómo que para qué, idiota?», le contestaba la mujer. «Estás muerto de hambre y no sabes cómo saciar tu hambre. Entra y verás». El chico al fin entraba en la choza, y entonces la mujer «le enseñó lo que el maestro no había sabido enseñarle». Así concluía el relato. Estas historias se contaban hace cientos de años y probablemente se seguirían contando ahora si un falso sentido del decoro no las considerase inadecuadas, o lo que es aún peor, pornográficas.

Me he acordado de estas historias populares recopiladas por la gran Angela Carter cuando he leído la historia del policía -mallorquín, por cierto- que se infiltró en medios independentistas catalanes y mantuvo relaciones sexuales -consentidas, eh, consentidas- con ocho activistas que ahora lo han denunciado. «No puede haber consentimiento si no es libre e informado», dicen las abogadas de estas activistas antisistema, que se sienten traicionadas por el policía porque no les reveló que era eso, policía. Por supuesto que nadie puede poner en cuestión el libre consentimiento en las relaciones sexuales. Eso es intocable (y espero no haber hecho un chiste malo). Ahora bien, ¿qué demonios es eso del consentimiento informado? Y más aún cuando se trata de relaciones esporádicas, es decir, de sexo de una noche, o de unas pocas noches, eso que los americanos llaman «one-night stands».

En este tipo de relaciones apenas sabes nada de la otra persona, y eso es justamente lo que te interesa (y te excita, claro está). Ahí lo que prima es el deseo sexual y la satisfacción inmediata de ese deseo, y uno no va a contarle a su pareja recién conocida, mientras los dos salen de una discoteca a las 5 de la mañana, que tiene 157 euros en el banco, un diploma de técnico superior de Transporte y Logística y una herencia genética que lo predispone a las migrañas y al mal aliento. Todo eso ya llegará a su debido tiempo si la relación se afianza y si esas dos personas deciden seguir viéndose. Y entonces el sexo se irá trasformando poco a poco -y ojalá sea así- en afecto y cariño y respeto mutuo, lo que hará que el sexo sea doblemente placentero. O cien veces más placentero. Porque esa es la pura verdad. El sexo nos transforma a todos en Quijotes o Dulcineas del Toboso. Pero sólo el amor, mucho más poderoso que el sexo, puede transformar al gordo Sancho Panza o a la fea Aldonza Lorenzo en una persona tan seductora como irresistible.

Pero volvamos a la denuncia. Al leerla, da la impresión de que las mujeres esquimales de los relatos de Angela Carter sabían mucho más de la vida -y del sexo- que esas independentistas antisistema que han hecho varios másters en Diversidad Cultural y poseen un diploma en Estudios de Género. El sexo, todo lo que rodea las relaciones sexuales, es un territorio tan resbaladizo y tan incierto que no es posible imaginarlo como una mecánica de precisión en la que todo sea predecible y ordenado. Lo único incuestionable, ya lo hemos dicho, es el libre consentimiento, pero a partir de ahí cada experiencia va a ser diferente. Todas las relaciones humanas son mudables y engañosas, y nadie podrá librarse de la incertidumbre esencial que encierra el hecho de conocer a otra persona. Esa sonrisa que ahora nos parece irresistible puede esconder a un violador o un asesino o a la persona que nos hará felices hasta el último día de nuestra vida. Nos guste o no, las cosas son así.

Y además, el sexo es pura «terra incognita». En el sexo todos aspiramos a dejar de ser quienes somos para convertirnos -aunque sólo sea durante unos instantes- en alguien que nunca habíamos imaginado que podríamos llegar a ser. Y eso, amigos, significa moverse en arenas movedizas. Así que intentar sistematizar esas experiencias y ajustarlas a unas normas tan rígidas como las de la esgrima olímpica es un simple delirio estúpido (y además irrealizable). Por fortuna, no hay nada tan poco sistemático como el sexo. Por fortuna, el sexo es una sorpresa constante (para lo bueno y para lo malo). Y por mucho que queramos, ninguna experiencia sexual podrá convertirse en una actividad tan fría y reglamentada como una partida de ajedrez. Las mujeres esquimales lo sabían. Pero hay gente que parece haberlo olvidado.

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